Artículos y Ensayos e000391

“Para evitar el lesbianismo”: la heteronormatividad como discurso pedagógico y sus efectos en alumnos y docentes

“To Prevent Lesbianism”: Heteronormativity as a Pedagogical Discourse and its Effects on Students and Teachers

Fecha de recepción: 18/09/2024

Fecha de aceptación: 29/01/2025

Fecha de publicación: 26/06/2025

https://doi.org/10.48102/if.2025.v5.n2.391

David Olvera López*

licos.david@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0009-0001-5214-583X

Licenciado en Pedagogía

Universidad Nacional Autónoma de México

México

Resumen

Este ensayo reflexiona sobre el carácter heteronormativo de las prácticas educativas cotidianas; es decir, sobre cómo la heterosexualidad normativa influye en las prácticas pedagógicas como un discurso naturalizado que les da coherencia y sin el cual aparentemente no pueden operar. Esto provoca que la orientación sexual y la identidad de género pasen por la normalización como un requisito para el acceso al derecho a la educación. Para explorar esta cuestión, en el ensayo se articula la noción de discurso de Michel Foucault con las elaboraciones sobre heterosexualidad de Adrienne Rich, Monique Wittig, Stevi Jackson y Michael Warner para conceptualizar la heteronormatividad como un discurso pedagógico. A partir de ahí, el artículo aborda las críticas al carácter normativo de la educación desde una perspectiva pedagógica no heterocentrada, planteada por diversas autoras y autores, quienes, desde la teoría queer, buscan revolucionar la praxis pedagógica, lo cual incluye queerizar la educación y la institución escolar.

Palabras clave

Pedagogía, heterosexualidad obligatoria, educación, pedagogía queer, heteronormatividad

Abstract

This essay reflects on the heteronormative character of everyday educational practices; that is to say, how normative heterosexuality operates within pedagogical practices as a naturalized discourse that gives them coherence and without which they seemingly cannot operate. This discourse leads to sexual orientation and gender identity undergoing normalization as a prerequisite for accessing the right to education. To explore this topic, this essay draws on Michel Foucault’s notion of discourse, along with Adrienne Rich, Monique Wittig, Stevi Jackson, and Michael Warner’s elaborations on heterosexuality, to conceptualize heteronormativity as a pedagogical discourse. From this foundation, the paper addresses critiques of the normative character of education from a non-heterocentric pedagogical perspective, as proposed by various authors who, from a queer theory standpoint, aim to revolutionize pedagogical praxis, which involves queering education and the educational institution.

Keywords

Pedagogy, compulsory heterosexuality, education, queer pedagogy, heteronormativity

Introducción

Dos niñas de diez años que acuden al mismo salón de clases descubren que se agradan y deciden pasar el tiempo juntas. Es fácil ubicarlas porque son inseparables; las une una estrecha relación de amistad que no sólo se desarrolla en el interior del colegio: debido a los círculos familiares en los que han crecido, la amistad florece fuera del ámbito escolar. No obstante, esa cercanía, ese vínculo amistoso, no es visto con buenos ojos por quienes dirigen las prácticas educativas y administrativas de la escuela en la que cursan el quinto grado de primaria. Su profesor ha solicitado al resto de sus compañeras y compañeros que le notifiquen cuando las vean juntas para separarlas de inmediato; asimismo, la directora de la institución ha respaldado la decisión del maestro y ha exigido a ambas niñas que eviten reunirse en el recreo.

Sorprendida por la decisión que han tomado las autoridades escolares, y ante las quejas de su hija, la madre de una de las niñas decide acercarse a la directora para conocer los motivos de tan hostiles prohibiciones. La respuesta que recibe es tajante: para “evitar el lesbianismo”.

La narración con la que inicio este texto no corresponde en lo absoluto a un ejercicio de la imaginación; se trata de un hecho ocurrido en el estado de Colima que recibió atención gracias a que la madre de una de las niñas interpuso una queja ante la Unidad de Asuntos Jurídicos y Laborales de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y otra más ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) (Zamora, 2015). De no haber sido así, esta anécdota podría haber pasado desapercibida y se habría sumado a un montón de acciones y decisiones de quienes llevan las riendas de las prácticas educativas en el país.

Quise iniciar este texto relatando la historia de discriminación de estas dos niñas porque me interesa desarrollar la relación constitutiva entre heteronormatividad y pedagogía moderna. La inquietud que me lleva a escribir sobre esta relación se asienta en mi experiencia y praxis como pedagogo. Las reflexiones que presento en este texto son resultado del proyecto de investigación para mi tesis de maestría titulada Pedagogías escurridizas: confluencias entre lo queer/cuir y las pedagogías. Una propuesta para entender las prácticas pedagógicas no heterocentradas, la cual realizo en el Programa de Posgrado de Estudios de Género de la UNAM.

La relación pedagogía-heteronorma se encuentra imbricada a tal punto que la heteronormatividad se ha constituido como una forma de discurso que rige las prácticas educativas. Cabe aclarar que la crítica que realizo hacia la pedagogía en este texto no es de ámbito general ni busca pensar en la pedagogía en singular, negando la pluralidad de pedagogías existentes articuladas a movimientos sociales e ideales políticos de liberación y emancipación. Este ensayo se centra específicamente en criticar lo que he decidido llamar “pedagogía moderna” o “pedagogía de la razón instrumental” (Hoyos, 1992); esta forma de pedagogía hegemónica o dominante, enmarcada en el proyecto de modernidad —y con ello en el racionalismo, el cientificismo, el positivismo y el progreso—, se “fincó en una actividad prescriptiva, mera repetidora y transmisora de la normatividad social” (Hoyos, 1992, p. 9).

Mi interés por el uso de esta categoría se debe a que nos permite evidenciar la existencia de una forma de pedagogía que ha adquirido un estatus dominante o hegemónico estrechamente relacionado con su funcionalidad en la reproducción y la transmisión de la normalidad. Pese a la existencia de una pluralidad de pedagogías, que se presentan como discursos críticos y alternativas a formas de educación opresivas y normalizadoras, la reflexión dominante sobre los actos educativos se encuentra enmarcada en intereses de regulación social.

De este modo, al analizar los entramados entre heteronormatividad y pedagogía, no busco asumir que existe una sola forma de pedagogía ni reducir el entendimiento general de ésta a un eslabón en el ejercicio del poder o a una forma de constreñimiento, ni mucho menos entenderla simplemente como mera reproducción; sino que busco contribuir a mantener su conceptualización abierta a una posibilidad de disonancia al poder a través de una crítica a su forma instrumental y, específicamente en este caso, heterosexualizada.

En adición, para los fines de este texto, entenderemos la pedagogía en un sentido más amplio: no es ni reproducción social ni sinónimo de educación, sino la reflexión del fenómeno educativo (Abbagnano y Visalberghi, 1992) en el que intervienen las preocupaciones sobre qué se enseña y cómo se enseña (Gore, 1996). Esto significa definirla como un cuerpo o sistema de ideas que ordenan, sustentan y dan sentido al acto educativo, ocupándose de cuestiones relacionadas con la reproducción del saber y en su producción misma (Gore, 1996). De esta manera, la preocupación por la producción del saber tiene que ver con una preocupación de índole política, una “preocupación por cómo se produce y reproduce el saber y en virtud de qué intereses” (Gore, 1996, p. 23). Esta conceptualización nos permite comprender que, tanto en las pedagogías enmarcadas en discursos opresores y de normalización como en aquéllas que nacieron en el seno de movimientos políticos y teóricos críticos, existe una preocupación por cómo se produce y reproduce el saber, aunque el interés no sea explícito.

Con la ayuda del registro realizado por la prensa nacional de dos diferentes actos de discriminación ocurridos en ambientes escolares, que están fundamentados en lo que Adrienne Rich (1996) denomina “heterosexualidad obligatoria”, abordaré cómo opera la heteronormatividad en el ámbito educativo y cuál es su efecto en la vida de quienes forman parte de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Para dichos efectos, entenderemos la heteronormatividad como el supuesto de que la heterosexualidad es sinónimo de sociedad. Esta conjetura naturaliza el vínculo heterosexual y lo concibe como la asociación fundamental de la sociedad; dicho de otra manera, lo propone como el modelo o la base indivisible sin la cual la sociedad no tendría lugar (Warner, 2004/1993). De esta manera, se pondrá en relieve cómo la vocación normalizadora de la institución escolar y de la pedagogía moderna, al imbricarse con el pensamiento social heteronormativo, tiene efectos particulares de violencia en los sujetos que no se acoplan a las convenciones del orden sexual dominante: la heterosexualidad.

Para ello, el texto se divide en cinco apartados: el primero se aboca a analizar la relación entre una forma dominante de pedagogía y la heteronormatividad a través de un caso de discriminación a dos niñas por parte de sus profesores. En el segundo, centro mis esfuerzos en profundizar sobre el carácter político de la heterosexualidad y cómo dicha cualidad se manifiesta en los ámbitos escolares. En un tercer momento, a través del análisis del caso de discriminación de un profesor transgénero, la problematización se enfoca en la institución escolar como reproductora de la heteronormatividad y cisnormatividad, lo cual la convierte en una posibilitadora de la exclusión y la jerarquización de personas con base en su género y sexualidad. En el cuarto apartado, examino cómo la heterosexualidad normativa ha devenido en un discurso pedagógico que da sentido y coherencia a los actos educativos. Finalmente, la quinta sección contribuye a la conceptualización de la pedagogía como una posibilidad de disonancia a los procesos de normalización opresores y constrictivos que tienen lugar en las prácticas educativas y en las instituciones que las albergan; en este último momento, se apela a un enrarecimiento de la educación y la institución educativa que permita desdoblar puentes continuos entre lo queer y las pedagogías.

Como se verá a continuación, los tres primeros apartados nos permitirán diferenciar entre pedagogía e institución escolar: la primera, como ya señalamos, es la encargada de reflexionar sobre los actos educativos y la producción del saber; la segunda se aborda como el escenario en el que tienen lugar los actos educativos, pero también como esa institución que, en el tránsito del siglo XIX al XX, dio un nuevo orden al campo pedagógico, reduciéndolo a lo escolar, al homologar la escolarización y los procesos educativos (Pineau, 2001). Como escenario, una institución educativa delimita el campo de posibilidad de las pedagogías que tienen lugar en ella; de ahí la importancia de su implicación y crítica en este texto. La “consolidación moderna de la escuela como forma hegemónica educativa se debe a que esta fue capaz de hacerse cargo de la definición moderna de educación” (Pineau, 2001, p. 30); definición que contiene, entre otras cosas, dispositivos de disciplinamiento (Pineau, 2001). Este análisis se realiza a la luz del carácter disciplinario que posee la institución escolar, la cual desde el siglo XVIII ha funcionado como medio de control y sujeción de los cuerpos (Foucault, 2009); asimismo, siempre se toma en cuenta que las pedagogías están inmersas en creaciones discursivas institucionales de la producción intelectual (Gore, 1996).

“Sufrir una etiqueta”: la heteronorma y sus estigmas 

Lejos de ser una vergonzosa excepción, el caso con el que abrí este texto forma parte de la regla, pues muestra de manera evidente que los ámbitos educativos operan bajo una lógica heteronormativa. El centro de las prácticas pedagógicas dominantes es la idea de la heterosexualidad como vínculo fundante de la sociedad; éste es el núcleo que articula y justifica todo su actuar. No se trata de un asunto curricular, sino que se encuentra disgregado en lo social y está tan arraigado en el pensamiento —en todo caso se trataría de una especie de currículo oculto— que ha adquirido el estatus de lo que Adrienne Rich denominó “heterocentrismo incuestionado”; es decir, la incapacidad de pensar a la heterosexualidad como una institución política que despliega una multiplicidad de estrategias para establecer y encausar una relación de dominio entre el hombre y la mujer (Rich, 1996). Esta relación de dominio es lo que la autora llamó heterosexualidad obligatoria, asociación alentada políticamente que genera que la existencia de las personas no heterosexuales sea censurada, especialmente la de las lesbianas.

En ese sentido, aquello que motivó a la directora y al profesor a prohibir la amistad entre las dos niñas fue justamente este heterocentrismo incuestionado en forma de sentido común —de doxa, en términos de Bourdieu— que representa la base irreflexiva de las acciones de los sujetos, o sea, esquemas de pensamiento no reflexionados y considerados como naturales que llevan a los sujetos a actuar de tal o cual manera (Bourdieu, 2000). La internalización de las pautas sobre la heterosexualidad supone que la estrecha amistad entre dos mujeres debe ser leída como “lesbianismo” —desconocemos si las niñas eran lesbianas: se trata de una lectura que hacen los profesores del comportamiento— y que ese vínculo debe impedirse a como dé lugar.

Sobre el asunto, la madre denunciante señaló:

Durante la charla, [la directora] me hizo el comentario de que el ciclo pasado se había dado un caso de una niña con tendencias gays y que querían evitar el lesbianismo en este año [...]. [La directora] cree que ellas tienen esa preferencia sexual, que por mi parte si la tuvieran sería respetable, pero no tienen por qué sufrir una etiqueta, porque si es difícil para quienes sí lo son defender esa libertad que tienen, imagínese para unas niñas que apenas van a entrar a la adolescencia, que no lo son, y ya les están poniendo un estigma. (Zamora, 2015)

La prohibición a estas niñas de hablarse y compartir espacios, así como el acto de asumir la sexualidad de ambas sólo porque son mujeres y tienen una relación cercana, demuestra, como señala Stevi Jackson (2006), que la heteronormatividad opera primeramente bajo una forma de heterosexualidad institucionalizada que, posteriormente, se convierte en una normativa que “regula a quienes se mantienen dentro de sus límites, al tiempo que margina y sanciona a quienes están fuera de ellos” (p. 105).1 El actuar de la directora y del profesor se sustentó en un estigma social, que es una forma de categorización que genera la devaluación de los sujetos y su menosprecio, un atributo indeseable que provoca descrédito y que funciona para confirmar la normalidad del otro que no posee el estigma (Goffman, 1963).

De acuerdo con Erving Goffman, el estigma social aparece cuando hay un desfase entre la identidad social virtual y la identidad social real, esto es, cuando un sujeto no cumple con las expectativas o demandas sociales que se han formulado sobre él. En resumen, el estigma es una forma de relación entre el atributo y el estereotipo, pues el atributo no posee un valor negativo o de desprecio en sí mismo, sino que lo adquiere cuando desacredita al estereotipo social (Goffman, 1963).

El estigma sobre ambas niñas se activó desde la heteronormatividad, pues hubo un desfase entre el atributo (una forma de relacionarse) y el estereotipo (exigencias de conducta femeninas y formas de deseo heterosexual). Así, dicho estigma generó: 1) marginación: se les diferenció y puso en desventaja; 2) formas específicas de sanción: la prohibición de permanecer juntas y hablarse, y 3) formas específicas de regulación: lo que buscaron los profesores fue impedir que ambas niñas salieran del modelo de vida social de la heterosexualidad obligatoria.

Este último punto nos invita a poner atención no sólo en el papel regulador que la heteronormatividad tiene sobre la homosexualidad, sino también en “el impacto que poseen los regímenes de heterosexualidad sobre las personas heterosexuales” (Jackson, 2006, p. 106); en otras palabras, en cómo la calidad de vida, potencial creativo, libertades, derechos y posibilidades de desarrollo de las personas que no responden a modelos sexuales dominantes se ven minados por la incesante heteronormatividad, debido a que la heterosexualidad normativa no sólo establece una jerarquía a partir de la dicotomía heterosexualidad/homosexualidad —en la que la primera estaría siempre arriba—, sino que también crea jerarquías entre las diferentes formas en las que se expresa o se vive la heterosexualidad, según la capacidad de los sujetos de seguir las normas que establecen los límites de esa heterosexualidad. Ello pone de manifiesto que la heteronomatividad regula tanto la vida sexual, como la social, pues no sólo define una práctica sexual normativa, sino también un modo de vida considerado normal (Jackson, 2006).

Esta es la razón por la cual, para el profesor y la directora, fue primordial “evitar el lesbianismo”, como si la integridad de su práctica educativa dependiera de ello. Fueron capaces de mover cielo y tierra para evitar que ambas niñas compartieran espacios, como si el posible “lesbianismo” pusiera en riesgo el funcionamiento de la institución escolar o, incluso, el de la sociedad misma. Lo que estaban defendiendo era la heterosexualidad como institución, así como el funcionamiento “normal” de la institución escolar, de la vida social y de la vida de ambas niñas.

La heterosexualidad como institución política

La violencia institucional de la que fueron objeto estas niñas y que se manifestó en forma de discriminación pone en evidencia cómo, de acuerdo con Jackson (2006), operan las cuatro dimensiones de lo social que regulan el género y la sexualidad. La dimensión en la que quiero centrarme es la primera, la cual se refiere al nivel estructural:

Las relaciones que conforman el orden social a un nivel macro en las que el género figura como una división social jerárquica y en las que la heterosexualidad se encuentra institucionalizada a través de mecanismos como la ley y el Estado. (Jackson, 2006, p. 108)

Esto permite comprender por qué ambas niñas recibieron una sanción social cuando los profesores interpretaron su comportamiento como una afrenta a la legitimidad, supuesta naturalidad e institucionalidad de la heterosexualidad y sus presunciones. Así, podemos entender que el castigo que recibieron se realizó en pos de que el orden social heterosexual no fuera trastocado.

Al hablar de heterosexualidad no se hace referencia a una forma más de expresión sexual, sino a una estructura organizativa institucional (Jackson, 2006). Pensar sobre la heteronormatividad en los espacios escolares y en las dinámicas educativas nos lleva indiscutiblemente a mirarla desde una perspectiva estructural que nos permite comprender que “los modelos institucionales se sustentan y dan lugar a formas de comprensión que parecen naturales o inevitables” (Jackson, 2006, p. 112). Estos modelos se asientan sobre una forma de pensamiento universal que pone en marcha al mundo y que crea marcos limitados de comprensión del mismo; esto es lo que la filósofa lesbiana Monique Wittig llamó “pensamiento heterosexual”.

El pensamiento heterosexual es el conglomerado de disciplinas, teorías e ideas preconcebidas que consideran a la heterosexualidad como excluida de lo social, a la vez que fundan la relación obligatoria social/sexual entre hombres y mujeres. Este conglomerado naturaliza la heterosexualidad al dotarla de un carácter asocial, apolítico y ahistórico, cuando en realidad es un régimen político que regula todas las relaciones humanas y se encarga de la producción de conceptos con los que entendemos y ordenamos la realidad social, así como los procesos que escapan a la conciencia (Wittig, 2006).

Wittig se enfocó en los efectos materiales de dicho pensamiento; es decir, en la violencia que padecen los cuerpos de las mujeres, las lesbianas y los hombres homosexuales que son sometidos a las lecturas totalizadoras del pensamiento heterosexual, el cual niega, por una parte, la existencia de las personas no heterosexuales y, por otra, la posibilidad de que los sujetos se conciban fuera de las categorías que el pensamiento heterosexual ha configurado.

La violencia institucional de la que fueron objeto estas niñas es una expresión más del dominio del pensamiento heterosexual en la pedagogía moderna y en la institución escolar, ambas sustentadas en dicho pensamiento universalista. Las dos condensan un mandato normalizador que es constituyente de lo considerado humano, o sea, delimitativo de los márgenes de esa humanidad. En ese sentido, la pedagogía moderna representa un operador clave dentro la matriz de inteligibilidad heterosexual que, para Judith Butler, es:

Un modelo discursivo/epistémico hegemónico de inteligibilidad de género, el cual da por sentado que para que los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe haber un sexo estable expresado mediante un género estable (masculino expresa hombre, femenino expresa mujer) que se define históricamente y por oposición mediante la práctica obligatoria de la heterosexualidad. (Butler, 2007, p. 292)

Cuando afirmo que la pedagogía moderna es un operador de dicha matriz, me refiero a que, a través de cierta práctica pedagógica, se sostiene, reproduce y perpetúa el imaginario sexual y de género dominante. La heterosexualidad posee, por indicador o parámetro de humanidad, la coincidencia y supuesta relación causal entre ciertos órganos, afectos y géneros. A decir de Paul Preciado (2011), “la naturaleza humana es un efecto de tecnología social que reproduce en los cuerpos, los espacios y los discursos la ecuación naturaleza = heterosexualidad” (p. 34). La forma en la que la centralidad de la heterosexualidad en el imaginario dominante repercute en otras sexualidades e identidades de género tiene que ver con la supuesta cualidad ahistórica y natural que se ha asignado a sí misma la heterosexualidad a través de la producción constante de la otredad como el afuera constitutivo que ayuda a producir la normalidad.

Esta ficticia cualidad ahistórica y natural entroniza a la heterosexualidad como la orientación sexual por antonomasia, en detrimento del resto de expresiones de sexualidad y de género. Éstas pasarán a ser consideradas como desviadas, enfermas, perversas o anormales y, por ende, pueden ser intervenidas, medicadas, erradicadas o, en el mejor de los casos, toleradas.

De la heteronormatividad 
a la cisnormatividad en la escuela

Luego de dos años y medio de desempeñarse como profesor y administrativo en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), Loren Daniel fue despedido de dicha institución tras informar a las autoridades educativas que había realizado un trámite para cambiar su nombre y su género en su acta de nacimiento, un paso importante en su transición como persona trans. Lo que él buscaba era que la institución escolar registrara su identidad de género en su expediente laboral, en concordancia con su nueva acta de nacimiento que lo reconocía como hombre, y así evitar confusiones en procesos administrativos frente al banco. No obstante, lejos de ello, el departamento de recursos humanos y el director decidieron retirarlo de sus labores como docente y negarle la reincorporación bajo la excusa de que “no reunía el perfil”. Posteriormente, al buscar explicaciones oficiales por la vía institucional, fue retirado también de sus labores administrativas, perdiendo así totalmente su trabajo (Carrizales, 2018).

Después de seis años y múltiples quejas ante la Junta de Conciliación y Arbitraje del Estado de Nuevo León, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) y la Unidad para la Igualdad de Género de la UANL, el caso de Loren Daniel sigue sin ser resuelto. A pesar de que en 2022 Loren ganó un juicio en el que se reconoció y acreditó que hubo discriminación en su caso (González, 2022), la universidad no ha admitido que incurrió en un acto de discriminación; mucho menos lo ha reincorporado a sus labores. Al cruzar esa línea que divide el binarismo hombre/mujer, este profesor recibió un castigo social (su despido); asimismo, la institución entró en tensión con el reconocimiento legal de su identidad de género y se armó de pretextos y excesiva burocracia para impedir la armonización de su documentación.

La base de estos actos radica en que la institución fue instrumentalizada heteronormativamente. Partiendo de la idea de que “la reglamentación de género siempre ha formado parte del trabajo de la normatividad heterosexista” (Butler, 2004, p. 264), habría que ser específicos sobre las formas de violencia que se despliegan en los espacios escolares y las instituciones educativas cuando se trata de las experiencias de personas trans, pues lo que vivió el profesor fue un acto de transfobia; esto significa que lo que sostiene la injusticia es la cisnormatividad: la aceptación de que todas las personas son y deberían ser cisgénero —personas cuya identidad de género coincide con su género asignado al nacer—.

Si la transfobia es, como señala Julia Serano (2024), la manifestación de las inseguridades generadas por la necesidad de vivir apegados a los ideales culturales de género instaurados a través de una presión social, lo que pasó con este profesor fue indiscutiblemente un acto de transfobia. Al poner en duda con su transición las expectativas o ideales rígidos relacionados con el género fue castigado por el director con su despido. Su sola existencia objetaba supuestos sexistas a los que todos estamos expuestos y sobre los que opera el orden político de la heterosexualidad; supuestos que sostienen la matriz de inteligibilidad heterosexual, o sea, la idea de que hombres y mujeres son esencialmente opuestos y la creencia de que la masculinidad es superior a la feminidad.

De acuerdo con Serano (2024), la primera se trata de sexismo oposicional, mientras que la segunda es sexismo tradicional. Ambas ideas se encargan de que las personas consideradas masculinas tengan mayor poder y reconocimiento social que aquéllas consideradas femeninas. Además, sólo aquellas personas que fueron asignadas hombres al nacer son vistas como auténticamente masculinas; razón por la que, a Loren Daniel, al no ser considerado un “hombre auténtico” y al trascender la oposición supuestamente esencial entre hombres y mujeres (división social jerárquica), le fue negada la permanencia en la escuela.

De esta manera, la cisnormatividad pone en marcha preconcepciones que sostienen la matriz heterosexual de la que habla Butler (2007), al buscar el sentido de los cuerpos en relación con un parámetro de coherencia, coincidencia o continuidad entre un sexo, un género y un deseo, que posibilita una oposición (hombre/mujer) definida por la heterosexualidad obligatoria. En estricto sentido, la matriz heterosexual, como modelo discursivo, epistémico y lingüístico, inaugura la cisnormatividad, pues plantea un orden obligatorio de sexo/género/deseo y niega la construcción variable de la identidad; establece una relación causal, o incluso mimética, entre sexo y género, en la que el género está limitado por el sexo (Butler, 2007). Esta “coincidencia”, “continuidad” o “coherencia” no son características dadas e inherentes a las personas, sino “normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas” (Butler, 2007, p. 71). 

De la misma forma en la que la heteronormatividad sitúa a la heterosexualidad en un lugar natural y fundante de la humanidad, haciendo de ella su sinónimo o equivalente, la cisnormatividad considera las experiencias, cuerpos e identidades de las personas cisgénero como atributos humanos dados y universales (Serano, 2024). Plantea que las identidades de género de todas las personas coinciden con el género que les fue asignado al nacer y hace de esta concepción una norma social. Invisibiliza la existencia de las personas trans, considerándolas un error e incluso negando su humanidad. Dentro de este modelo, “las personas solo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género” (Butler, 2007, p. 70).

Esta cisnormatividad ocasiona que las lecturas dominantes sobre el cuerpo, experiencias e identidades trans se realicen bajo prejuicios cisexistas; de ello deriva la idea de que las personas trans y sus identidades son inferiores, artificiales, erróneas o no válidas, en comparación con las experiencias o identidades de las personas cis (Serano, 2024).

Al encontrarse en un nivel estructural o sistemático que sustenta las creencias aceptadas socialmente, la cisnormatividad se convierte en la base de la discriminación y deslegitimación de las personas trans. Les niega ejercer derechos básicos a los que, bajo ciertas condiciones, las personas cis pueden acceder, incluyendo la educación y el empleo. Ésta es la razón por la que alrededor del caso de este profesor se desplegó un dispositivo burocrático que impidió que su identidad de género fuera respetada y que llevó a que su relación laboral con la universidad fuera concluida. Las sanciones sociales tuvieron lugar a pesar de que una instancia intermediaria determinó que hubo discriminación; precisamente, el hecho de que la institución educativa pudiera pasar por alto las resoluciones sobre su denuncia se debió a la fuerza de la cisnormatividad que naturaliza las identidades de género y las jerarquiza, colocando a las identidades trans en una posición inferior o subordinada y dotándolas de cualidades anómalas.

Los casos de discriminación presentados aquí, tanto el de las dos niñas como el del profesor, exponen que la heteronormatividad y la cisnormatividad —estrechamente relacionadas y que operan de manera imbricada, dando pie a la homofobia y la transfobia— poseen un carácter tan arraigado en lo social que incluso pasan desapercibidas para la mayoría de las personas, ya que se presentan como lo dado, lo sobrentendido o lo natural. Esto pone en evidencia lo que Jackson (2006) plantea al señalar que, si bien los avances en materia de reconocimiento de los derechos humanos de las personas homosexuales han facilitado la vida fuera de la heterosexualidad, no han minado la dominación heterosexual. Siguiendo esta idea, podemos afirmar que, pese a que los esfuerzos por reconocer la identidad de género de las personas trans y por proteger sus derechos humanos han posibilitado una mejor calidad de vida para ellas, dichos avances no han socavado la dominación cisnormativa, pues los prejuicios cisexistas siguen circulando en todos los espacios sociales.

La heteronormatividad y la cisnormatividad convierten a la institución escolar y a las prácticas pedagógicas en estructuras reticentes al cambio, la apertura y la fluidez. Su cualidad monolítica no sólo petrifica las prácticas escolares enmarcándolas en guiones en los que la presencia de las personas lesbianas, gays, bisexuales, trans y queer no tienen cabida, sino que hace imposible que sean gozables, disfrutables y vivibles las vidas de profesores cuyas identidades no son reconocidas por la matriz de inteligibilidad heterosexual o vidas como las de niñas que no se acoplan a estándares heteronormativos. En resumen, la heteronormatividad y la cisnormatividad anulan la posibilidad de un horizonte educativo diferente en el que alumnos y docentes lesbianas, gays, bisexuales, trans y queer sean sujetos pedagógicos, es decir, sujetos activos que conocen y que al mismo tiempo aportan a la construcción del conocimiento en los procesos educativos.

El discurso pedagógico heteronormativo

Como apuntamos previamente, la institución escolar es el escenario en el que acontecen prácticas pedagógicas y, como tal, es un campo de posibilidad para las pedagogías.2 Según Jenifer M. Gore (1996), tanto el nacimiento de la escuela como la institucionalización de la pedagogía, surgieron de necesidades prácticas de disciplinar al cuerpo social; la escuela se convirtió en un espacio de práctica discursiva que incluye tanto la represión como la formación. En ese sentido, el análisis que nos interesa sobre las prácticas pedagógicas debe realizarse teniendo en cuenta un marco institucional que posibilita y alienta prácticas pedagógicas que reproducen la heterosexualidad como norma. Si el orden de la heterosexualidad no es natural, su acontecer diario en lo social es menos efecto de su naturalidad que el resultado de un conjunto de prácticas discursivas o prácticas de recreación de lo social, que podemos entender como “todas aquellas actividades humanas sociales que operan en el tiempo y en el espacio, y que están atadas a registros reflexivos y discursivos producidos por los mismos agentes sociales” (Jaramillo, 2012, p. 130).

Michel Foucault (2005) señala que el sistema educativo cumple la función de la adecuación social del discurso: difundir, transmitir y circular el discurso, así como lograr el reconocimiento por parte de los sujetos de un conjunto de ciertas verdades que dicho discurso sostiene. Esta adecuación está atravesada por un tema de distribución de poder, pues logra que los sujetos se vinculen con ciertos enunciados a la vez que les restringe el acceso a otros. Esto se debe a que, como asevera Foucault, todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos:

¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza, sino una ritualización del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes? (Foucault, 2005, p. 45)

Es necesario hacer dos puntualizaciones: primero, que la pedagogía moderna debe ser pensada como una pieza clave en la producción de la normalidad o en la instauración de la norma heterosexual en los sujetos; esta pedagogía se encarga de implantar (hacer cuerpo) —para asegurar su vigencia y reproducción— los valores, conductas, relaciones e ideas que legitiman el orden social dominante: la heterosexualidad. La segunda es que la heterosexualidad debe ser entendida no como la dirección que toma el deseo, sino como el resultado de una forma de discurso —uno heteronormativo— que está atravesado por el poder y que sostiene cierta forma del orden social: concretamente, el orden heterosexual-social.

En nuestra sociedad, de acuerdo con Foucault, existen dos niveles del discurso: el primero conglomera a aquéllos que se pronuncian en la cotidianidad y que desaparecen con el acto mismo de su realización; mientras que en el segundo nivel se encuentran aquellos discursos que están en el origen de ciertos actos. El segundo nivel está compuesto de discursos fundamentales que dan sentido y orden a lo social, por lo que están más allá de su formulación, debido a que no se agotan en su realización, pues “son dichos, permanecen dichos y están aún por decir” (Foucault, 2005, p. 14).

Al pensar la heterosexualidad no como una orientación sexual y no sólo como un régimen de poder, sino como el resultado de un discurso heteronormativo que tiene efectos en lo social, se pone de relieve su cualidad histórica y contingente, así como el papel constitutivo de lo social que tiene el vínculo heterosexual al reproducirse como discurso determinante de “las situaciones, la identidad social de las personas, los escenarios de disputa política, las relaciones cotidianas de los individuos, las estrategias ocultas y públicas del ejercicio de la dominación” (Jaramillo, 2012, p. 130). Si seguimos la idea de Foucault (2005), el discurso debe ser concebido como una forma de violencia que se ejerce sobre las cosas a través de su práctica. Podemos entender que es sólo a través de su realización que el discurso toma forma, es decir, por medio de prácticas discursivas o prácticas de recreación de lo social (Jaramillo, 2012).

La pedagogía moderna debe ser entendida como el medio por el que se inscriben los lenguajes o discursos en el cuerpo de los sujetos; en este caso, el lenguaje del pensamiento heterosexual o el discurso heteronormativo, con sus categorías y conceptos totalizadores y universalizantes. De esta forma, la pedagogía moderna funciona como un instrumento que produce y reproduce la hegemonía del pensamiento heterosexual, imaginario que se materializa en el cuerpo de los sujetos.

Tal como lo plantea val flores (2010), la heteronormatividad está presente en situaciones de la vida escolar, pues, al preguntarse qué secretos sociales y silencios producen y mantienen la escuela y las prácticas educativas, señala que —pese a que los conocimientos impartidos en la escuela se han presentado históricamente como objetivos, universales y neutros— el saber que se imparte en éstas responde a un proyecto político patriarcal, capitalista y racista; posee una concepción de sujeto hegemónico cuyo parámetro es el sujeto varón, blanco y heterosexual. Por ello, flores aborda la heteronormatividad como un discurso escolar y se preocupa por los silencios que este discurso pone en marcha, o sea, silencios relacionados con la ignorancia producida sobre las sexualidades no normativas basándose en una forma específica de producir conocimiento (flores, 2010).

La heterosexualidad compulsiva encuentra en la escuela uno de los centros de mayor producción, reproducción y circulación de discursos, saberes y prácticas que la sostienen y propagandizan. Allí se despliega una serie de rituales, símbolos, lenguajes, imágenes y comportamientos, para constituir a los sujetos como heterosexuales y silenciar a aquellos que no responden a la norma heterosexual (lesbianas, gays, bisexuales, travestis). (flores, 2010, p. 17)

flores (2008) plantea que “el silencio, la burla, el chiste, el secreto a voces, son parte de las múltiples operaciones del control social que coaccionan a las identidades disidentes” (p. 3). En el ámbito escolar, a través de sanciones, que también podemos pensar como formas de prácticas discursivas, se reafirma la división entre lo público y lo privado. A la vez, se pone de manifiesto que la existencia de las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans no es bienvenida en los espacios y en los procesos educativos. Como hemos visto, la pedagogía moderna asegura la reproducción, naturalización y aceptación del pensamiento heterosexual a través de prácticas discursivas que tienen lugar en la cotidianidad de la labor educativa y que están sustentadas en la heteronormatividad como discurso pedagógico, el cual garantiza el cumplimiento de la heterosexualidad obligatoria.

Queerizar la educación y la escuela. Hacia una pedagogía no heteronormativa 

¿Qué queda por hacer? ¿Es posible otra forma de pedagogía que no tenga a la heterosexualidad por centro, a la violencia como forma de operación y a la reproducción de la normalidad como fin último? ¿Qué otras pedagogías podemos imaginar?

En palabras de Preciado:

Lo radical sería hacer una crítica a la norma como eje de la pedagogía, hacer una pedagogía anti-normativa, en vez de incluir al que es diferente. En el caso de las normas de género y sexuales, no se trata de “incluir” al niño homosexual o transexual, sino de cuestionar la norma heterocentrada y machista del colegio que hace que toda disidencia de género y sexual sea percibida como patológica. (França, 2016)

Esta postura aparece en el marco de un acontecimiento que, de manera cruda, evidenció el carácter normativo y legitimador de la violencia que poseen las instituciones educativas y las prácticas pedagógicas en cuanto a género y sexualidad. En diciembre de 2015, un joven transgénero de diecisiete años que vivía en Barcelona decidió suicidarse. Se llamaba Alan. En fechas previas a su suicidio, su nombre había estado presente en diversos medios de comunicación. Se había convertido en uno de los primeros adolescentes en España en lograr que su identidad de género fuera reconocida en su documentación. Años antes de su transición de género, Alan había sido objeto de acoso escolar por su expresión de género. Este acoso no cesó una vez que se reconoció públicamente como un hombre trans. Finalmente, como resultado de la violencia sistemática de la cual era objeto, Alan se quitó la vida.

En el campo educativo, lo queer irrumpe como una posibilidad y como un punto de fuga; en definitiva, como un horizonte cuyo trazo sólo puede tener lugar en la medida en la que el carácter normativo y violento, que ha sido naturalizado en las prácticas educativas y que se presenta como la condición de una pedagogía, es activamente cuestionado. De esta reflexión antinormativa del orden de las cosas que da sentido a los saberes pedagógicos deviene una pedagogía cuyo fin no es la normalización de los sujetos que son partícipes de los procesos de enseñanza y aprendizaje, cuya metodología no es la violencia y cuya epistemología no es la de la diferencia sexual y la heteronorma, por tanto, dicha pedagogía deviene en una fuga. En esos términos podemos definir una pedagogía queer.

Esta intención de replantear a la pedagogía fuera de ideas de hegemonización no es nueva. Educadores, pedagogos, investigadores y activistas alrededor del mundo han contribuido desde la década de los noventa del siglo pasado a fraguar este proyecto; principalmente desde los feminismos y la teoría queer en un esfuerzo por hallar qué es lo que pueden aportar dichos cuerpos de conocimiento a la pedagogía.

La profesora y psicoanalista Deborah P. Britzman (2016) se pregunta sobre qué se requiere para crear una pedagogía que rechace el currículo heterosexual. Plantea que la educación necesita aprender de las teorías gay y lesbiana para que los aprendizajes funcionen como herramientas que posibiliten repensar los fundamentos del conocimiento y la educación; así como para cuestionar las bases fundamentalistas de categorías que sostienen el pensamiento heterosexual. Señala que “la teoría queer ofrece a la educación técnicas para crear sentido y remarcar aquello que descarta o no puede siquiera soportar conocer” (Britzman, 2016, p. 18).

A través de algunas reflexiones sobre las que la teoría queer ha arrojado luz —como los cuestionamientos sobre los límites de lo que puede ser pensable o no, la producción de la otredad para legitimar la normalidad y las prácticas culturales que reproducen identidades binarias basadas en la diferencia—, la autora se pregunta sobre la incumbencia de la educación en dichos aspectos para ver en ello los comienzos de una pedagogía queer, que la autora entiende como aquélla que:

Rechaza las prácticas normales y las prácticas de normalidad; una que comienza con el interés ético por las propias prácticas de lectura; una interesada en explorar lo que uno no puede soportar saber; una interesada en la imaginación de una socialidad desligada del orden conceptual dominante. (Britzman, 2016, p. 30)

Otras autoras y autores que han abordado las aportaciones de la teoría queer en los discursos y prácticas pedagógicas son Mary Bryson y Suzanne de Castell (1993), Jordi Planella y Asun Pie (2012), Gracia Trujillo (2015), Mercedes Sánchez Sáinz (2018), Carolina Alegre Benítez (2013), val flores (2008, 2010, 2013), Alanis Bello (2018) y Aldo Ocampo González (2018), por mencionar sólo a algunos.

De esta manera, la concepción de una práctica educativa no normativa y no heterocentrada como una forma de educación contracorriente (Bryson y Castell, 1993), o la conceptualización de una pedagogía que articule las experiencias de exclusión y marginación que viven las personas LGBTQ en el sistema educativo como “punto de vista y experiencia de conocimiento pedagógico en tanto práctica de saber que nos invita a arriesgar nuestras certezas epistemológicas, a transitar a través de diferentes puntos de vista” (Bello, 2018, p. 109), permite plantear la pedagogía queer como una oportunidad de queerizar la escuela y las prácticas educativas, esto es, como una forma específica de usar la escuela.

Este uso involucra una modalidad de las prácticas educativas que tiene por meta “hacer que el uso habitual devenga extraño, pervertir los usos mediante el uso desviado del propósito ‘original’ marcado” (Lara, 2022, p. 109). Si el uso habitual de la institución escolar —a partir de la puesta en marcha de prácticas educativas regulatorias— tiene como propósito la instauración de la norma heterosexual en los sujetos, queerizar la escuela significaría plantear un uso no heteronormativo de la institución. Esto implica trazar usos o prácticas educativas que no tengan por finalidad instituir la norma heterosexual. Así pues, el uso retorcido o “perverso” —entendido como el desvío de los fines— de la institución educativa sería el propósito de una pedagogía queer. El uso queer se plantea como una forma de fuga en respuesta a la continuidad y reproducción incesante de la heteronormatividad en los espacios educativos.

Sara Ahmed (2020) plantea que las instituciones no están dadas, sino que están en constante construcción, ya que son los usos que se hacen de ellas los que les dan su forma. Por ello, es posible hacer un uso queer de las instituciones, el cual representaría un rechazo a los fines últimos u originales de éstas, las cuales generalmente operan y se constituyen bajo un principio de exclusión en contra de las corporalidades y subjetividades que no son usuales en sus espacios.

Puede haber posibilidades queer no sólo en el uso, en cómo se pueden recoger los materiales cuando rechazamos una instrucción, sino en no ser útil. Quizás estas posibilidades estén más cercanas de lo que parecen: el uso queer como encontrar un uso para lo que se ha designado como de poca utilidad. Freeman sugiere que un método queer se fije en lo que se ha considerado inútil. (Ahmed, 2020, p. 292)

El compromiso con el rechazo al sentido utilitario de la educación, al utilitarismo como pauta del propósito del acto educativo, conlleva abrazar la potencialidad de lo queer para transformar la educación y la institución educativa. Desde una postura utilitarista, no hay nada más utilitario que la normalidad y nada más “inútil” que la anormalidad o la extrañeza. Una pedagogía queer abraza lo inútil, lo anormal y lo extraño como lugares posibles de existencia, pues son espacios relegados de subjetivación para las personas queer.

Queerizar la escuela, hacer un uso queer de ella implica mucha imaginación. Encontrar la capacidad de moverse en el terreno de lo minúsculo involucra rechazar la lógica grandilocuente y heroica en la que la pedagogía moderna y ciertos activismos LGBT operan (flores, 2021). Esto significa que apostar por una pedagogía queer no es reivindicar la praxis pedagógica en una especie de “trinchera contra la opresión” o de posicionarla en “un plano superior de subversión” (flores, 2021, p. 48), como si esta apuesta pedagógica fuera una forma de salvación emprendida por los docentes para liberar de su opresión a los estudiantes.

Por el contrario, hacer un uso queer de la escuela y de la educación invoca, a través de un ejercicio constante de interrogación, “un gesto mínimo de variación en la dimensión estética y política del orden educativo” (flores, 2018, p. 143). Este gesto mínimo se puede lograr a través del desplazamiento de los usos hegemónicos de la escuela por usos queer que planteen preguntas inhabituales sobre el orden de las cosas en el ámbito escolar; hacer un uso impropio o no normativo de las palabras, e incluso el rechazo a ser útiles o a determinar el fin educativo a través del utilitarismo. Se puede lograr, como señala val flores, por medio de retorcer los lenguajes pedagógicos establecidos y poner en el centro de la praxis educativa la pregunta por la normalidad. La cuestión sobre qué procesos burocráticos, condiciones laborales, jerarquías del saber e institucionales y prácticas naturalizadas en el aula contribuyen a su constante producción y naturalización (flores, 2021).

De esta forma, queerizar la escuela y la educación es trazar una ruta para una fuga de la espiral heteronormativa. Lo queer representa las posibilidades de un uso no determinante ni normativo de la institución escolar y de las prácticas educativas. Enrarecer la educación es el proyecto político de una pedagogía queer en la que el acto de “enrarecer” comprende reconocer que la educación no es un proceso lineal ni de resultados unívocos que implicaría a sujetos estáticos siempre delimitados por los marcos o ideales de un proyecto pedagógico (hetero)normativo. Este enrarecimiento posibilita ampliar la comprensión de los procesos educativos y de los sujetos involucrados en ellos, no como entidades monolíticas, dadas o naturales, sino como figuras fluidas, en constante cambio y con una historia atravesada por el poder.

Como hemos visto hasta ahora, los puentes entre la pedagogía y lo queer permiten poner en marcha una forma de politización e historización no sólo de la educación, sino también de la sexualidad. Esta operación niega, por un lado, el carácter neutro de la educación y, por otro, el estado natural de las identidades sexuales y el género, a la vez que hace emerger o evidencia las cuestiones sociales, culturales y políticas que las atraviesan y que pueden incidir en ambos rubros generando desigualdades, discriminación, odio y violencia.

Conclusión

La pedagogía moderna ocupa un papel determinante en la circulación y operación de las normas sexuales y de género. Se puede considerar como un eslabón en el proceso de normalización en el que la heterosexualidad obligatoria y la cisnormatividad fungen como un marco de inteligibilidad para los sujetos que forman parte de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Esto hace de la escuela un espacio de disputa entre cuerpos que encajan en el panorama de la normalidad frente a cuerpos que, desde el orden dominante, son leídos como una disonancia o un fallo que necesita ser corregido, eliminado o, más clementemente, integrado o tolerado.

Reconocer ello, al mismo tiempo que se señala la cualidad política, histórica, social y cultural de la heterosexualidad —no entendida al nivel de una preferencia u orientación sexual, sino como una institución social, como un régimen de distribución de poder que no sólo regula normativamente la vida sexual, sino también la vida social— permite tomar conciencia sobre las prácticas educativas sustentadas en una forma de currículo oculto que tiene a la heteronormatividad como discurso que las activa y legitima, y que posibilita actos de violencia y discriminación que operan como prácticas discursivas arropadas desde la institucionalidad. Los actos de violencia y discriminación generan estragos en los proyectos de vida de los sujetos que habitan el espacio escolar —alumnos o profesores, ya sean personas heterosexuales o personas gays, lesbianas, bisexuales, trans o queer—, dado que no pueden habitar los rígidos marcos de inteligibilidad que la matriz heterosexual plantea.

Dimensionar a la pedagogía como constitutiva de las relaciones de poder y de los sujetos mismos requiere señalar que lo que se transmite en el acto educativo no es sólo conocimiento, no es sólo el contenido vertido en los planes y programas o en las planeaciones de una clase; sino que dicho acto educativo reproduce y perpetua el orden social dominante y, particularmente con violencia, el orden sexual y de género dominante. Esto requiere rechazar las posturas que consideran el quehacer educativo como neutral y abrazar la cualidad política de la pedagogía: hacer pedagogía es hacer política, sea en favor del orden social dominante o como una forma de resistencia o cuestionamiento a dicho orden, pues, ante el acto político que representa el quehacer educativo, tal como lo afirma Paulo Freire (2012), “la cuestión es saber qué política es esta; al servicio de qué intereses se hace; al servicio de quién se hace esta política y, obviamente, contra quién se la hace” (p. 162).

La educación no es un campo ajeno a cualquier proyecto político; es un terreno en el que se perpetúa y reproduce o, por el contrario, en el que se le hace frente o es desestabilizado. La pedagogía también contiene la posibilidad de devenir en una forma de disonancia, desidentificación y resistencia; dicha posibilidad o cualidad contracorriente se ha visto materializada en las últimas décadas en el proyecto de la pedagogía queer, una forma de praxis educativa que permite la confluencia entre los postulados de los feminismos posestructuralistas y la educación, para así abrir camino a un horizonte cuya realización está basada en la queerización de la institución educativa. Todo ello busca que las vidas de las personas que no caben en las rígidas paredes de la heteronormatividad sean más vivibles y libres de violencia.

La crítica radical a la norma debe centrase en la institución educativa y sus prácticas, ambas fundadas en la heteronormatividad como discurso pedagógico, ya que facilitan las condiciones para que la discriminación, la exclusión, el asesinato social y el arrojo a la muerte tengan lugar. Como diversos grupos queer señalaron, al hacer una crítica de los efectos feroces e incesantes del régimen heterosexual sobre los cuerpos de las disidencias sexuales, “el eje del mal es heterosexual”.

El Grupo de Trabajo Queer señala que esta frase responde al deseo de manifestar el rechazo a la heterosexualidad como régimen político dictatorial: “Lo que denunciamos es un régimen heterosexual que aterroriza cualquier otra forma de sexo/género/deseo que no se ajuste a sus imposibles criterios normativos” (Bargueiras et al., 2005). Por esta razón, la pedagogía queer es una provocación y una invitación a hacer de la pedagogía una forma de resistencia frente a la heteronormatividad como discurso pedagógico que de manera incesante genera estragos en la vida de las personas disidentes sexuales que habitan los espacios educativos y que no se ajustan a los criterios normativos del régimen heterosexual.

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1.                1 Las traducciones del texto de Stevi Jackson que aparecen en este ensayo son mías.

2.               2 Con esta aseveración no busco dar por sentado el binomio escuela-educación, sino que, tal como pretende Pineau (2001), intento desnaturalizar dicho vínculo poniendo en evidencia que su correlación es una construcción históricamente determinada y que se trata de una construcción social producto de la modernidad. De esta forma, ese “campo de posibilidad” que es la institución escolar se vuelve menos rígido cuando entendemos que la escuela no es la única opción posible en la que se circunscribe la labor pedagógica, sino que es una de tantas; por supuesto, sin perder de vista que, pese a la proliferación de nuevas pedagogías, los discursos pedagógicos dominantes parecen permanecer inmersos en discursos de regulación social (Gore, 1996). Esto nos lleva a comprender que los procesos educativos no sólo se acotan a las paredes de la escuela y que muchos de los actos educativos contrahegemónicos tienen lugar en espacios liminales: entre la institucionalidad y la calle, entre la academia y el activismo, entre el aula y la lucha por sobrevivir en un mundo con una atmósfera LGTBfóbica avasalladora. En la investigación que realizo, y en la que se enmarca el presente texto, he decidido llamar “pedagogías escurridizas” a estas pedagogías liminales.

 

 

 

* Licenciado en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestrante en Estudios de Género en el Programa de Posgrado en Estudios de Género de la UNAM. Además de docente, se ha desempeñado como redactor y reportero cultural en medios digitales independientes e instituciones culturales. Sus temas de investigación son la educación, las pedagogías críticas y lo queer.

 

 

 

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