Artículos y Ensayos e000391
“Para evitar el lesbianismo”: la
heteronormatividad como discurso pedagógico y sus efectos en alumnos y docentes
“To Prevent Lesbianism”: Heteronormativity as a
Pedagogical Discourse and its Effects on Students and Teachers
Fecha de recepción: 18/09/2024
Fecha de aceptación: 29/01/2025
Fecha de publicación: 26/06/2025
https://doi.org/10.48102/if.2025.v5.n2.391
David Olvera López*
ORCID: https://orcid.org/0009-0001-5214-583X
Licenciado en Pedagogía
Universidad Nacional Autónoma de México
México
Resumen
Este ensayo reflexiona sobre el carácter
heteronormativo de las prácticas educativas cotidianas; es decir, sobre cómo la
heterosexualidad normativa influye en las prácticas pedagógicas como un
discurso naturalizado que les da coherencia y sin el cual aparentemente no
pueden operar. Esto provoca que la orientación sexual y la identidad de género
pasen por la normalización como un requisito para el acceso al derecho a la
educación. Para explorar esta cuestión, en el ensayo se articula la noción de
discurso de Michel Foucault con las elaboraciones sobre heterosexualidad de
Adrienne Rich, Monique Wittig, Stevi Jackson y Michael Warner para
conceptualizar la heteronormatividad como un discurso pedagógico. A partir de
ahí, el artículo aborda las críticas al carácter normativo de la educación
desde una perspectiva pedagógica no heterocentrada, planteada por diversas
autoras y autores, quienes, desde la teoría queer, buscan
revolucionar la praxis pedagógica, lo cual incluye queerizar la
educación y la institución escolar.
Palabras clave
Pedagogía, heterosexualidad obligatoria, educación,
pedagogía queer, heteronormatividad
Abstract
This
essay reflects on the heteronormative character of everyday educational
practices; that is to say, how normative heterosexuality operates within
pedagogical practices as a naturalized discourse that gives them coherence and
without which they seemingly cannot operate. This discourse leads to sexual
orientation and gender identity undergoing normalization as a prerequisite for
accessing the right to education. To explore this topic, this essay draws on
Michel Foucault’s notion of discourse, along with Adrienne Rich, Monique
Wittig, Stevi Jackson, and Michael Warner’s
elaborations on heterosexuality, to conceptualize heteronormativity as a
pedagogical discourse. From this foundation, the paper addresses critiques of
the normative character of education from a non-heterocentric
pedagogical perspective, as proposed by various authors who, from a queer
theory standpoint, aim to revolutionize pedagogical praxis, which involves
queering education and the educational institution.
Keywords
Pedagogy,
compulsory heterosexuality, education, queer pedagogy, heteronormativity
Introducción
Dos niñas de diez años que acuden al mismo salón de
clases descubren que se agradan y deciden pasar el tiempo juntas. Es fácil
ubicarlas porque son inseparables; las une una estrecha relación de amistad que
no sólo se desarrolla en el interior del colegio: debido a los círculos
familiares en los que han crecido, la amistad florece fuera del ámbito escolar.
No obstante, esa cercanía, ese vínculo amistoso, no es visto con buenos ojos
por quienes dirigen las prácticas educativas y administrativas de la escuela en
la que cursan el quinto grado de primaria. Su profesor ha solicitado al resto
de sus compañeras y compañeros que le notifiquen cuando las vean juntas para
separarlas de inmediato; asimismo, la directora de la institución ha respaldado
la decisión del maestro y ha exigido a ambas niñas que eviten reunirse en el
recreo.
Sorprendida por la decisión que
han tomado las autoridades escolares, y ante las quejas de su hija, la madre de
una de las niñas decide acercarse a la directora para conocer los motivos de
tan hostiles prohibiciones. La respuesta que recibe es tajante: para “evitar el
lesbianismo”.
La narración con la que inicio
este texto no corresponde en lo absoluto a un ejercicio de la imaginación; se
trata de un hecho ocurrido en el estado de Colima que recibió atención gracias
a que la madre de una de las niñas interpuso una queja ante la Unidad de
Asuntos Jurídicos y Laborales de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y
otra más ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) (Zamora,
2015). De no haber sido así, esta anécdota podría haber pasado desapercibida y
se habría sumado a un montón de acciones y decisiones de quienes llevan las
riendas de las prácticas educativas en el país.
Quise iniciar este texto
relatando la historia de discriminación de estas dos niñas porque me interesa
desarrollar la relación constitutiva entre heteronormatividad y pedagogía
moderna. La inquietud que me lleva a escribir sobre esta relación se asienta en
mi experiencia y praxis como pedagogo. Las reflexiones que presento en este
texto son resultado del proyecto de investigación para mi tesis de maestría
titulada Pedagogías escurridizas: confluencias entre lo queer/cuir
y las pedagogías. Una propuesta para entender las prácticas pedagógicas no
heterocentradas, la cual realizo en el Programa de Posgrado de Estudios de
Género de la UNAM.
La relación
pedagogía-heteronorma se encuentra imbricada a tal punto que la
heteronormatividad se ha constituido como una forma de discurso que rige las
prácticas educativas. Cabe aclarar que la crítica que realizo hacia la
pedagogía en este texto no es de ámbito general ni busca pensar en la pedagogía
en singular, negando la pluralidad de pedagogías existentes articuladas a
movimientos sociales e ideales políticos de liberación y emancipación. Este
ensayo se centra específicamente en criticar lo que he decidido llamar
“pedagogía moderna” o “pedagogía de la razón instrumental” (Hoyos, 1992); esta
forma de pedagogía hegemónica o dominante, enmarcada en el proyecto de
modernidad —y con ello en el racionalismo, el cientificismo, el positivismo y
el progreso—, se “fincó en una actividad prescriptiva, mera repetidora y
transmisora de la normatividad social” (Hoyos, 1992, p. 9).
Mi interés por el uso de esta
categoría se debe a que nos permite evidenciar la existencia de una forma de
pedagogía que ha adquirido un estatus dominante o hegemónico estrechamente
relacionado con su funcionalidad en la reproducción y la transmisión de la
normalidad. Pese a la existencia de una pluralidad de pedagogías, que se
presentan como discursos críticos y alternativas a formas de educación
opresivas y normalizadoras, la reflexión dominante sobre los actos educativos
se encuentra enmarcada en intereses de regulación social.
De este modo, al analizar los
entramados entre heteronormatividad y pedagogía, no busco asumir que existe una
sola forma de pedagogía ni reducir el entendimiento general de ésta a un
eslabón en el ejercicio del poder o a una forma de constreñimiento, ni mucho
menos entenderla simplemente como mera reproducción; sino que busco contribuir
a mantener su conceptualización abierta a una posibilidad de disonancia al
poder a través de una crítica a su forma instrumental y, específicamente en
este caso, heterosexualizada.
En adición, para los fines de
este texto, entenderemos la pedagogía en un sentido más amplio: no es ni
reproducción social ni sinónimo de educación, sino la reflexión del fenómeno
educativo (Abbagnano y Visalberghi, 1992) en el que intervienen las preocupaciones
sobre qué se enseña y cómo se enseña (Gore, 1996). Esto significa definirla
como un cuerpo o sistema de ideas que ordenan, sustentan y dan sentido al acto
educativo, ocupándose de cuestiones relacionadas con la reproducción del saber
y en su producción misma (Gore, 1996). De esta manera, la preocupación por la
producción del saber tiene que ver con una preocupación de índole política, una
“preocupación por cómo se produce y reproduce el saber y en virtud de qué
intereses” (Gore, 1996, p. 23). Esta conceptualización nos permite comprender
que, tanto en las pedagogías enmarcadas en discursos opresores y de
normalización como en aquéllas que nacieron en el seno de movimientos políticos
y teóricos críticos, existe una preocupación por cómo se produce y reproduce el
saber, aunque el interés no sea explícito.
Con la ayuda del registro
realizado por la prensa nacional de dos diferentes actos de discriminación
ocurridos en ambientes escolares, que están fundamentados en lo que Adrienne
Rich (1996) denomina “heterosexualidad obligatoria”, abordaré cómo opera la heteronormatividad
en el ámbito educativo y cuál es su efecto en la vida de quienes forman parte
de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Para dichos efectos, entenderemos
la heteronormatividad como el supuesto de que la heterosexualidad es sinónimo de
sociedad. Esta conjetura naturaliza el vínculo heterosexual y lo concibe como
la asociación fundamental de la sociedad; dicho de otra manera, lo propone como
el modelo o la base indivisible sin la cual la sociedad no tendría lugar
(Warner, 2004/1993). De esta manera, se pondrá en relieve cómo la vocación
normalizadora de la institución escolar y de la pedagogía moderna, al
imbricarse con el pensamiento social heteronormativo, tiene efectos
particulares de violencia en los sujetos que no se acoplan a las convenciones
del orden sexual dominante: la heterosexualidad.
Para ello, el texto se divide en
cinco apartados: el primero se aboca a analizar la relación entre una forma
dominante de pedagogía y la heteronormatividad a través de un caso de
discriminación a dos niñas por parte de sus profesores. En el segundo, centro
mis esfuerzos en profundizar sobre el carácter político de la heterosexualidad
y cómo dicha cualidad se manifiesta en los ámbitos escolares. En un tercer
momento, a través del análisis del caso de discriminación de un profesor
transgénero, la problematización se enfoca en la institución escolar como
reproductora de la heteronormatividad y cisnormatividad, lo cual la convierte
en una posibilitadora de la exclusión y la jerarquización de personas con base
en su género y sexualidad. En el cuarto apartado, examino cómo la
heterosexualidad normativa ha devenido en un discurso pedagógico que da sentido
y coherencia a los actos educativos. Finalmente, la quinta sección contribuye a
la conceptualización de la pedagogía como una posibilidad de disonancia a los procesos
de normalización opresores y constrictivos que tienen lugar en las prácticas
educativas y en las instituciones que las albergan; en este último momento, se
apela a un enrarecimiento de la educación y la institución educativa que
permita desdoblar puentes continuos entre lo queer y las
pedagogías.
Como se verá a continuación, los
tres primeros apartados nos permitirán diferenciar entre pedagogía e
institución escolar: la primera, como ya señalamos, es la encargada de
reflexionar sobre los actos educativos y la producción del saber; la segunda se
aborda como el escenario en el que tienen lugar los actos educativos, pero
también como esa institución que, en el tránsito del siglo XIX al XX, dio un
nuevo orden al campo pedagógico, reduciéndolo a lo escolar, al homologar la
escolarización y los procesos educativos (Pineau, 2001). Como escenario, una
institución educativa delimita el campo de posibilidad de las pedagogías que
tienen lugar en ella; de ahí la importancia de su implicación y crítica en este
texto. La “consolidación moderna de la escuela como forma hegemónica educativa
se debe a que esta fue capaz de hacerse cargo de la definición moderna de
educación” (Pineau, 2001, p. 30); definición que contiene, entre otras cosas,
dispositivos de disciplinamiento (Pineau, 2001). Este análisis se realiza a la
luz del carácter disciplinario que posee la institución escolar, la cual desde
el siglo XVIII ha funcionado como medio de control y sujeción de los cuerpos
(Foucault, 2009); asimismo, siempre se toma en cuenta que las pedagogías están
inmersas en creaciones discursivas institucionales de la producción intelectual
(Gore, 1996).
“Sufrir una etiqueta”: la heteronorma y sus estigmas
Lejos de ser una vergonzosa excepción, el caso con
el que abrí este texto forma parte de la regla, pues muestra de manera evidente
que los ámbitos educativos operan bajo una lógica heteronormativa. El centro de
las prácticas pedagógicas dominantes es la idea de la heterosexualidad como
vínculo fundante de la sociedad; éste es el núcleo que articula y justifica
todo su actuar. No se trata de un asunto curricular, sino que se encuentra
disgregado en lo social y está tan arraigado en el pensamiento —en todo caso se
trataría de una especie de currículo oculto— que ha adquirido el estatus de lo
que Adrienne Rich denominó “heterocentrismo incuestionado”; es decir, la
incapacidad de pensar a la heterosexualidad como una institución política que
despliega una multiplicidad de estrategias para establecer y encausar una
relación de dominio entre el hombre y la mujer (Rich, 1996). Esta relación de
dominio es lo que la autora llamó heterosexualidad obligatoria, asociación
alentada políticamente que genera que la existencia de las personas no
heterosexuales sea censurada, especialmente la de las lesbianas.
En ese sentido, aquello que
motivó a la directora y al profesor a prohibir la amistad entre las dos niñas
fue justamente este heterocentrismo incuestionado en forma de sentido común —de doxa,
en términos de Bourdieu— que representa la base irreflexiva de las acciones de
los sujetos, o sea, esquemas de pensamiento no reflexionados y considerados
como naturales que llevan a los sujetos a actuar de tal o cual manera
(Bourdieu, 2000). La internalización de las pautas sobre la heterosexualidad
supone que la estrecha amistad entre dos mujeres debe ser leída como
“lesbianismo” —desconocemos si las niñas eran lesbianas: se trata de una
lectura que hacen los profesores del comportamiento— y que ese vínculo debe
impedirse a como dé lugar.
Sobre el asunto, la madre
denunciante señaló:
Durante la charla, [la directora] me hizo el
comentario de que el ciclo pasado se había dado un caso de una niña con
tendencias gays y que querían evitar el lesbianismo en este año [...]. [La
directora] cree que ellas tienen esa preferencia sexual, que por mi parte si la
tuvieran sería respetable, pero no tienen por qué sufrir una etiqueta, porque
si es difícil para quienes sí lo son defender esa libertad que tienen,
imagínese para unas niñas que apenas van a entrar a la adolescencia, que no lo
son, y ya les están poniendo un estigma. (Zamora, 2015)
La prohibición a estas niñas de hablarse y
compartir espacios, así como el acto de asumir la sexualidad de ambas sólo
porque son mujeres y tienen una relación cercana, demuestra, como señala Stevi
Jackson (2006), que la heteronormatividad opera primeramente bajo una forma de
heterosexualidad institucionalizada que, posteriormente, se convierte en una
normativa que “regula a quienes se mantienen dentro de sus límites, al tiempo
que margina y sanciona a quienes están fuera de ellos” (p. 105).1 El actuar de la directora y del
profesor se sustentó en un estigma social, que es una forma de categorización
que genera la devaluación de los sujetos y su menosprecio, un atributo
indeseable que provoca descrédito y que funciona para confirmar la normalidad
del otro que no posee el estigma (Goffman, 1963).
De acuerdo con Erving Goffman,
el estigma social aparece cuando hay un desfase entre la identidad social
virtual y la identidad social real, esto es, cuando un sujeto no cumple con las
expectativas o demandas sociales que se han formulado sobre él. En resumen, el
estigma es una forma de relación entre el atributo y el estereotipo, pues el
atributo no posee un valor negativo o de desprecio en sí mismo, sino que lo
adquiere cuando desacredita al estereotipo social (Goffman, 1963).
El estigma sobre ambas niñas se
activó desde la heteronormatividad, pues hubo un desfase entre el atributo (una
forma de relacionarse) y el estereotipo (exigencias de conducta femeninas y
formas de deseo heterosexual). Así, dicho estigma generó: 1) marginación: se
les diferenció y puso en desventaja; 2) formas específicas de sanción: la
prohibición de permanecer juntas y hablarse, y 3) formas específicas de
regulación: lo que buscaron los profesores fue impedir que ambas niñas salieran
del modelo de vida social de la heterosexualidad obligatoria.
Este último punto nos invita a
poner atención no sólo en el papel regulador que la heteronormatividad tiene
sobre la homosexualidad, sino también en “el impacto que poseen los regímenes
de heterosexualidad sobre las personas heterosexuales” (Jackson, 2006, p. 106);
en otras palabras, en cómo la calidad de vida, potencial creativo, libertades,
derechos y posibilidades de desarrollo de las personas que no responden a
modelos sexuales dominantes se ven minados por la incesante heteronormatividad,
debido a que la heterosexualidad normativa no sólo establece una jerarquía a
partir de la dicotomía heterosexualidad/homosexualidad —en la que la primera
estaría siempre arriba—, sino que también crea jerarquías entre las diferentes
formas en las que se expresa o se vive la heterosexualidad, según la capacidad
de los sujetos de seguir las normas que establecen los límites de esa
heterosexualidad. Ello pone de manifiesto que la heteronomatividad regula tanto
la vida sexual, como la social, pues no sólo define una práctica sexual
normativa, sino también un modo de vida considerado normal (Jackson,
2006).
Esta es la razón por la cual,
para el profesor y la directora, fue primordial “evitar el lesbianismo”, como
si la integridad de su práctica educativa dependiera de ello. Fueron capaces de
mover cielo y tierra para evitar que ambas niñas compartieran espacios, como si
el posible “lesbianismo” pusiera en riesgo el funcionamiento de la institución
escolar o, incluso, el de la sociedad misma. Lo que estaban defendiendo era la
heterosexualidad como institución, así como el funcionamiento “normal” de la
institución escolar, de la vida social y de la vida de ambas niñas.
La heterosexualidad como institución política
La violencia institucional de la que fueron objeto
estas niñas y que se manifestó en forma de discriminación pone en evidencia
cómo, de acuerdo con Jackson (2006), operan las cuatro dimensiones de lo social
que regulan el género y la sexualidad. La dimensión en la que quiero centrarme
es la primera, la cual se refiere al nivel estructural:
Las relaciones que conforman el orden social a un
nivel macro en las que el género figura como una división social jerárquica y
en las que la heterosexualidad se encuentra institucionalizada a través de
mecanismos como la ley y el Estado. (Jackson, 2006, p. 108)
Esto permite comprender por qué
ambas niñas recibieron una sanción social cuando los profesores interpretaron
su comportamiento como una afrenta a la legitimidad, supuesta naturalidad e
institucionalidad de la heterosexualidad y sus presunciones. Así, podemos
entender que el castigo que recibieron se realizó en pos de que el orden social
heterosexual no fuera trastocado.
Al hablar de heterosexualidad no
se hace referencia a una forma más de expresión sexual, sino a una estructura
organizativa institucional (Jackson, 2006). Pensar sobre la heteronormatividad
en los espacios escolares y en las dinámicas educativas nos lleva
indiscutiblemente a mirarla desde una perspectiva estructural que nos permite
comprender que “los modelos institucionales se sustentan y dan lugar a formas
de comprensión que parecen naturales o inevitables” (Jackson, 2006, p. 112).
Estos modelos se asientan sobre una forma de pensamiento universal que pone en
marcha al mundo y que crea marcos limitados de comprensión del mismo; esto es
lo que la filósofa lesbiana Monique Wittig llamó “pensamiento heterosexual”.
El pensamiento heterosexual es
el conglomerado de disciplinas, teorías e ideas preconcebidas que consideran a
la heterosexualidad como excluida de lo social, a la vez que fundan la relación
obligatoria social/sexual entre hombres y mujeres. Este conglomerado naturaliza
la heterosexualidad al dotarla de un carácter asocial, apolítico y ahistórico,
cuando en realidad es un régimen político que regula todas las relaciones
humanas y se encarga de la producción de conceptos con los que entendemos y
ordenamos la realidad social, así como los procesos que escapan a la conciencia
(Wittig, 2006).
Wittig se enfocó en los efectos
materiales de dicho pensamiento; es decir, en la violencia que padecen los
cuerpos de las mujeres, las lesbianas y los hombres homosexuales que son
sometidos a las lecturas totalizadoras del pensamiento heterosexual, el cual
niega, por una parte, la existencia de las personas no heterosexuales y, por
otra, la posibilidad de que los sujetos se conciban fuera de las categorías que
el pensamiento heterosexual ha configurado.
La violencia institucional de la
que fueron objeto estas niñas es una expresión más del dominio del pensamiento
heterosexual en la pedagogía moderna y en la institución escolar, ambas
sustentadas en dicho pensamiento universalista. Las dos condensan un mandato
normalizador que es constituyente de lo considerado humano, o sea, delimitativo
de los márgenes de esa humanidad. En ese sentido, la pedagogía moderna
representa un operador clave dentro la matriz de inteligibilidad
heterosexual que, para Judith Butler, es:
Un modelo discursivo/epistémico hegemónico de
inteligibilidad de género, el cual da por sentado que para que los cuerpos sean
coherentes y tengan sentido debe haber un sexo estable expresado mediante un
género estable (masculino expresa hombre, femenino expresa mujer) que se define
históricamente y por oposición mediante la práctica obligatoria de la
heterosexualidad. (Butler, 2007, p. 292)
Cuando afirmo que la pedagogía
moderna es un operador de dicha matriz, me refiero a que, a través de cierta
práctica pedagógica, se sostiene, reproduce y perpetúa el imaginario sexual y
de género dominante. La heterosexualidad posee, por indicador o parámetro de
humanidad, la coincidencia y supuesta relación causal entre ciertos órganos,
afectos y géneros. A decir de Paul Preciado (2011), “la naturaleza humana es un
efecto de tecnología social que reproduce en los cuerpos, los espacios y los
discursos la ecuación naturaleza = heterosexualidad” (p. 34). La forma en la
que la centralidad de la heterosexualidad en el imaginario dominante repercute
en otras sexualidades e identidades de género tiene que ver con la supuesta
cualidad ahistórica y natural que se ha asignado a sí misma la heterosexualidad
a través de la producción constante de la otredad como el afuera constitutivo
que ayuda a producir la normalidad.
Esta ficticia cualidad
ahistórica y natural entroniza a la heterosexualidad como la orientación sexual
por antonomasia, en detrimento del resto de expresiones de sexualidad y de
género. Éstas pasarán a ser consideradas como desviadas, enfermas, perversas o
anormales y, por ende, pueden ser intervenidas, medicadas, erradicadas o, en el
mejor de los casos, toleradas.
De la heteronormatividad
a la cisnormatividad en la escuela
Luego de dos años y medio de desempeñarse como
profesor y administrativo en la Facultad de Psicología de la Universidad
Autónoma de Nuevo León (UANL), Loren Daniel fue despedido de dicha institución
tras informar a las autoridades educativas que había realizado un trámite para
cambiar su nombre y su género en su acta de nacimiento, un paso importante en
su transición como persona trans. Lo que él buscaba era que la institución
escolar registrara su identidad de género en su expediente laboral, en concordancia
con su nueva acta de nacimiento que lo reconocía como hombre, y así evitar
confusiones en procesos administrativos frente al banco. No obstante, lejos de
ello, el departamento de recursos humanos y el director decidieron retirarlo de
sus labores como docente y negarle la reincorporación bajo la excusa de que “no
reunía el perfil”. Posteriormente, al buscar explicaciones oficiales por la vía
institucional, fue retirado también de sus labores administrativas, perdiendo
así totalmente su trabajo (Carrizales, 2018).
Después de seis años y múltiples
quejas ante la Junta de Conciliación y Arbitraje del Estado de Nuevo León, la
Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), la Comisión Estatal de
Derechos Humanos (CEDH) y la Unidad para la Igualdad de Género de la UANL, el
caso de Loren Daniel sigue sin ser resuelto. A pesar de que en 2022 Loren ganó
un juicio en el que se reconoció y acreditó que hubo discriminación en su caso
(González, 2022), la universidad no ha admitido que incurrió en un acto de
discriminación; mucho menos lo ha reincorporado a sus labores. Al cruzar esa
línea que divide el binarismo hombre/mujer, este profesor recibió un castigo
social (su despido); asimismo, la institución entró en tensión con el
reconocimiento legal de su identidad de género y se armó de pretextos y
excesiva burocracia para impedir la armonización de su documentación.
La base de estos actos radica en
que la institución fue instrumentalizada heteronormativamente. Partiendo de la
idea de que “la reglamentación de género siempre ha formado parte del trabajo
de la normatividad heterosexista” (Butler, 2004, p. 264), habría que ser
específicos sobre las formas de violencia que se despliegan en los espacios
escolares y las instituciones educativas cuando se trata de las experiencias de
personas trans, pues lo que vivió el profesor fue un acto de transfobia; esto
significa que lo que sostiene la injusticia es la cisnormatividad: la
aceptación de que todas las personas son y deberían ser cisgénero —personas
cuya identidad de género coincide con su género asignado al nacer—.
Si la transfobia es, como señala
Julia Serano (2024), la manifestación de las inseguridades generadas por la
necesidad de vivir apegados a los ideales culturales de género instaurados a
través de una presión social, lo que pasó con este profesor fue indiscutiblemente
un acto de transfobia. Al poner en duda con su transición las expectativas o
ideales rígidos relacionados con el género fue castigado por el director con su
despido. Su sola existencia objetaba supuestos sexistas a los que todos estamos
expuestos y sobre los que opera el orden político de la heterosexualidad;
supuestos que sostienen la matriz de inteligibilidad heterosexual, o sea, la
idea de que hombres y mujeres son esencialmente opuestos y la creencia de que
la masculinidad es superior a la feminidad.
De acuerdo con Serano (2024), la
primera se trata de sexismo oposicional, mientras que la segunda es sexismo
tradicional. Ambas ideas se encargan de que las personas consideradas
masculinas tengan mayor poder y reconocimiento social que aquéllas consideradas
femeninas. Además, sólo aquellas personas que fueron asignadas hombres al nacer
son vistas como auténticamente masculinas; razón por la que, a Loren Daniel, al
no ser considerado un “hombre auténtico” y al trascender la oposición
supuestamente esencial entre hombres y mujeres (división social jerárquica), le
fue negada la permanencia en la escuela.
De esta manera, la
cisnormatividad pone en marcha preconcepciones que sostienen la matriz
heterosexual de la que habla Butler (2007), al buscar el sentido de los cuerpos
en relación con un parámetro de coherencia, coincidencia o continuidad entre un
sexo, un género y un deseo, que posibilita una oposición (hombre/mujer)
definida por la heterosexualidad obligatoria. En estricto sentido, la matriz
heterosexual, como modelo discursivo, epistémico y lingüístico, inaugura la
cisnormatividad, pues plantea un orden obligatorio de sexo/género/deseo y niega
la construcción variable de la identidad; establece una relación causal, o
incluso mimética, entre sexo y género, en la que el género está limitado por el
sexo (Butler, 2007). Esta “coincidencia”, “continuidad” o “coherencia” no son
características dadas e inherentes a las personas, sino “normas de
inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas” (Butler, 2007, p. 71).
De la misma forma en la que la
heteronormatividad sitúa a la heterosexualidad en un lugar natural y fundante
de la humanidad, haciendo de ella su sinónimo o equivalente, la cisnormatividad
considera las experiencias, cuerpos e identidades de las personas cisgénero
como atributos humanos dados y universales (Serano, 2024). Plantea que las
identidades de género de todas las personas coinciden con el género que les fue
asignado al nacer y hace de esta concepción una norma social. Invisibiliza la
existencia de las personas trans, considerándolas un error e incluso negando su
humanidad. Dentro de este modelo, “las personas solo se vuelven inteligibles
cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad
de género” (Butler, 2007, p. 70).
Esta cisnormatividad ocasiona
que las lecturas dominantes sobre el cuerpo, experiencias e identidades trans
se realicen bajo prejuicios cisexistas; de ello deriva la idea de que las
personas trans y sus identidades son inferiores, artificiales, erróneas o no
válidas, en comparación con las experiencias o identidades de las personas cis
(Serano, 2024).
Al encontrarse en un nivel
estructural o sistemático que sustenta las creencias aceptadas socialmente, la
cisnormatividad se convierte en la base de la discriminación y deslegitimación
de las personas trans. Les niega ejercer derechos básicos a los que, bajo
ciertas condiciones, las personas cis pueden acceder, incluyendo la educación y
el empleo. Ésta es la razón por la que alrededor del caso de este profesor se
desplegó un dispositivo burocrático que impidió que su identidad de género
fuera respetada y que llevó a que su relación laboral con la universidad fuera
concluida. Las sanciones sociales tuvieron lugar a pesar de que una instancia
intermediaria determinó que hubo discriminación; precisamente, el hecho de que
la institución educativa pudiera pasar por alto las resoluciones sobre su
denuncia se debió a la fuerza de la cisnormatividad que naturaliza las
identidades de género y las jerarquiza, colocando a las identidades trans en
una posición inferior o subordinada y dotándolas de cualidades anómalas.
Los casos de discriminación
presentados aquí, tanto el de las dos niñas como el del profesor, exponen que
la heteronormatividad y la cisnormatividad —estrechamente relacionadas y que
operan de manera imbricada, dando pie a la homofobia y la transfobia— poseen un
carácter tan arraigado en lo social que incluso pasan desapercibidas para la
mayoría de las personas, ya que se presentan como lo dado, lo sobrentendido o
lo natural. Esto pone en evidencia lo que Jackson (2006) plantea al señalar
que, si bien los avances en materia de reconocimiento de los derechos humanos
de las personas homosexuales han facilitado la vida fuera de la
heterosexualidad, no han minado la dominación heterosexual. Siguiendo esta
idea, podemos afirmar que, pese a que los esfuerzos por reconocer la identidad
de género de las personas trans y por proteger sus derechos humanos han
posibilitado una mejor calidad de vida para ellas, dichos avances no han
socavado la dominación cisnormativa, pues los prejuicios cisexistas siguen
circulando en todos los espacios sociales.
La heteronormatividad y la
cisnormatividad convierten a la institución escolar y a las prácticas
pedagógicas en estructuras reticentes al cambio, la apertura y la fluidez. Su
cualidad monolítica no sólo petrifica las prácticas escolares enmarcándolas en guiones
en los que la presencia de las personas lesbianas, gays, bisexuales, trans y queer no
tienen cabida, sino que hace imposible que sean gozables, disfrutables y
vivibles las vidas de profesores cuyas identidades no son reconocidas por la
matriz de inteligibilidad heterosexual o vidas como las de niñas que no se
acoplan a estándares heteronormativos. En resumen, la heteronormatividad y la
cisnormatividad anulan la posibilidad de un horizonte educativo diferente en el
que alumnos y docentes lesbianas, gays, bisexuales, trans y queer sean
sujetos pedagógicos, es decir, sujetos activos que conocen y que al mismo
tiempo aportan a la construcción del conocimiento en los procesos educativos.
El discurso pedagógico heteronormativo
Como apuntamos previamente, la institución escolar
es el escenario en el que acontecen prácticas pedagógicas y, como tal, es un
campo de posibilidad para las pedagogías.2 Según Jenifer M. Gore
(1996), tanto el nacimiento de la escuela como la institucionalización de la
pedagogía, surgieron de necesidades prácticas de disciplinar al cuerpo social;
la escuela se convirtió en un espacio de práctica discursiva que incluye tanto
la represión como la formación. En ese sentido, el análisis que nos interesa
sobre las prácticas pedagógicas debe realizarse teniendo en cuenta un marco
institucional que posibilita y alienta prácticas pedagógicas que reproducen la
heterosexualidad como norma. Si el orden de la heterosexualidad no es natural,
su acontecer diario en lo social es menos efecto de su naturalidad que el
resultado de un conjunto de prácticas discursivas o prácticas de recreación de
lo social, que podemos entender como “todas aquellas actividades humanas
sociales que operan en el tiempo y en el espacio, y que están atadas a
registros reflexivos y discursivos producidos por los mismos agentes sociales”
(Jaramillo, 2012, p. 130).
Michel Foucault (2005) señala
que el sistema educativo cumple la función de la adecuación social del
discurso: difundir, transmitir y circular el discurso, así como lograr el
reconocimiento por parte de los sujetos de un conjunto de ciertas verdades que dicho
discurso sostiene. Esta adecuación está atravesada por un tema de distribución
de poder, pues logra que los sujetos se vinculen con ciertos enunciados a la
vez que les restringe el acceso a otros. Esto se debe a que, como asevera
Foucault, todo sistema de educación es una forma política de mantener o de
modificar la adecuación de los discursos:
¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza,
sino una ritualización del habla; sino una cualificación y una fijación de las
funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo
doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del
discurso con sus poderes y saberes? (Foucault, 2005, p. 45)
Es necesario hacer dos
puntualizaciones: primero, que la pedagogía moderna debe ser pensada como una
pieza clave en la producción de la normalidad o en la instauración de la norma
heterosexual en los sujetos; esta pedagogía se encarga de implantar (hacer
cuerpo) —para asegurar su vigencia y reproducción— los valores, conductas,
relaciones e ideas que legitiman el orden social dominante: la
heterosexualidad. La segunda es que la heterosexualidad debe ser entendida no
como la dirección que toma el deseo, sino como el resultado de una forma de
discurso —uno heteronormativo— que está atravesado por el poder y que sostiene
cierta forma del orden social: concretamente, el orden heterosexual-social.
En nuestra sociedad, de acuerdo
con Foucault, existen dos niveles del discurso: el primero conglomera a
aquéllos que se pronuncian en la cotidianidad y que desaparecen con el acto
mismo de su realización; mientras que en el segundo nivel se encuentran aquellos
discursos que están en el origen de ciertos actos. El segundo nivel está
compuesto de discursos fundamentales que dan sentido y orden a lo social, por
lo que están más allá de su formulación, debido a que no se agotan en su
realización, pues “son dichos, permanecen dichos y están aún por
decir” (Foucault, 2005, p. 14).
Al pensar la heterosexualidad no
como una orientación sexual y no sólo como un régimen de poder, sino como el
resultado de un discurso heteronormativo que tiene efectos en lo social, se
pone de relieve su cualidad histórica y contingente, así como el papel
constitutivo de lo social que tiene el vínculo heterosexual al reproducirse
como discurso determinante de “las situaciones, la identidad social
de las personas, los escenarios de disputa política, las relaciones cotidianas
de los individuos, las estrategias ocultas y públicas del ejercicio de la
dominación” (Jaramillo, 2012, p. 130). Si seguimos la idea de Foucault (2005),
el discurso debe ser concebido como una forma de violencia que se ejerce sobre
las cosas a través de su práctica. Podemos entender que es sólo a través de su
realización que el discurso toma forma, es decir, por medio de prácticas
discursivas o prácticas de recreación de lo social (Jaramillo, 2012).
La pedagogía moderna debe ser
entendida como el medio por el que se inscriben los lenguajes o discursos en el
cuerpo de los sujetos; en este caso, el lenguaje del pensamiento heterosexual o
el discurso heteronormativo, con sus categorías y conceptos totalizadores y
universalizantes. De esta forma, la pedagogía moderna funciona como un
instrumento que produce y reproduce la hegemonía del pensamiento heterosexual,
imaginario que se materializa en el cuerpo de los sujetos.
Tal como lo plantea val flores
(2010), la heteronormatividad está presente en situaciones de la vida escolar,
pues, al preguntarse qué secretos sociales y silencios producen y mantienen la
escuela y las prácticas educativas, señala que —pese a que los conocimientos
impartidos en la escuela se han presentado históricamente como objetivos,
universales y neutros— el saber que se imparte en éstas responde a un proyecto
político patriarcal, capitalista y racista; posee una concepción de sujeto
hegemónico cuyo parámetro es el sujeto varón, blanco y heterosexual. Por ello,
flores aborda la heteronormatividad como un discurso escolar y se preocupa por
los silencios que este discurso pone en marcha, o sea, silencios relacionados
con la ignorancia producida sobre las sexualidades no normativas basándose en
una forma específica de producir conocimiento (flores, 2010).
La heterosexualidad compulsiva encuentra en la
escuela uno de los centros de mayor producción, reproducción y circulación de
discursos, saberes y prácticas que la sostienen y propagandizan. Allí se
despliega una serie de rituales, símbolos, lenguajes, imágenes y
comportamientos, para constituir a los sujetos como heterosexuales y silenciar
a aquellos que no responden a la norma heterosexual (lesbianas, gays,
bisexuales, travestis). (flores, 2010, p. 17)
flores (2008) plantea que “el
silencio, la burla, el chiste, el secreto a voces, son parte de las múltiples
operaciones del control social que coaccionan a las identidades disidentes” (p.
3). En el ámbito escolar, a través de sanciones, que también podemos pensar
como formas de prácticas discursivas, se reafirma la división entre lo público
y lo privado. A la vez, se pone de manifiesto que la existencia de las personas
lesbianas, gays, bisexuales y trans no es bienvenida en los espacios y en los
procesos educativos. Como hemos visto, la pedagogía moderna asegura la
reproducción, naturalización y aceptación del pensamiento heterosexual a través
de prácticas discursivas que tienen lugar en la cotidianidad de la labor
educativa y que están sustentadas en la heteronormatividad como discurso
pedagógico, el cual garantiza el cumplimiento de la heterosexualidad
obligatoria.
Queerizar la
educación y la escuela. Hacia una pedagogía no heteronormativa
¿Qué queda por hacer? ¿Es posible otra forma de
pedagogía que no tenga a la heterosexualidad por centro, a la violencia como
forma de operación y a la reproducción de la normalidad como fin último? ¿Qué
otras pedagogías podemos imaginar?
En palabras de Preciado:
Lo radical sería hacer una crítica a la norma como
eje de la pedagogía, hacer una pedagogía anti-normativa, en vez de incluir al
que es diferente. En el caso de las normas de género y sexuales, no se trata de
“incluir” al niño homosexual o transexual, sino de cuestionar la norma
heterocentrada y machista del colegio que hace que toda disidencia de género y
sexual sea percibida como patológica. (França, 2016)
Esta postura aparece en el marco
de un acontecimiento que, de manera cruda, evidenció el carácter normativo y
legitimador de la violencia que poseen las instituciones educativas y las
prácticas pedagógicas en cuanto a género y sexualidad. En diciembre de 2015, un
joven transgénero de diecisiete años que vivía en Barcelona decidió suicidarse.
Se llamaba Alan. En fechas previas a su suicidio, su nombre había estado
presente en diversos medios de comunicación. Se había convertido en uno de los
primeros adolescentes en España en lograr que su identidad de género fuera
reconocida en su documentación. Años antes de su transición de género, Alan
había sido objeto de acoso escolar por su expresión de género. Este acoso no
cesó una vez que se reconoció públicamente como un hombre trans. Finalmente,
como resultado de la violencia sistemática de la cual era objeto, Alan se quitó
la vida.
En el campo educativo, lo queer irrumpe
como una posibilidad y como un punto de fuga; en definitiva, como un horizonte
cuyo trazo sólo puede tener lugar en la medida en la que el carácter normativo
y violento, que ha sido naturalizado en las prácticas educativas y que se
presenta como la condición de una pedagogía, es activamente cuestionado. De
esta reflexión antinormativa del orden de las cosas que da sentido a los
saberes pedagógicos deviene una pedagogía cuyo fin no es la normalización de
los sujetos que son partícipes de los procesos de enseñanza y aprendizaje, cuya
metodología no es la violencia y cuya epistemología no es la de la diferencia
sexual y la heteronorma, por tanto, dicha pedagogía deviene en una fuga. En
esos términos podemos definir una pedagogía queer.
Esta intención de replantear a
la pedagogía fuera de ideas de hegemonización no es nueva. Educadores,
pedagogos, investigadores y activistas alrededor del mundo han contribuido
desde la década de los noventa del siglo pasado a fraguar este proyecto; principalmente
desde los feminismos y la teoría queer en un esfuerzo por
hallar qué es lo que pueden aportar dichos cuerpos de conocimiento a la
pedagogía.
La profesora y psicoanalista
Deborah P. Britzman (2016) se pregunta sobre qué se requiere para crear una
pedagogía que rechace el currículo heterosexual. Plantea que la educación
necesita aprender de las teorías gay y lesbiana para que los aprendizajes funcionen
como herramientas que posibiliten repensar los fundamentos del conocimiento y
la educación; así como para cuestionar las bases fundamentalistas de categorías
que sostienen el pensamiento heterosexual. Señala que “la teoría queer ofrece
a la educación técnicas para crear sentido y remarcar aquello que descarta o no
puede siquiera soportar conocer” (Britzman, 2016, p. 18).
A través de algunas reflexiones
sobre las que la teoría queer ha arrojado luz —como los
cuestionamientos sobre los límites de lo que puede ser pensable o no, la
producción de la otredad para legitimar la normalidad y las prácticas
culturales que reproducen identidades binarias basadas en la diferencia—, la
autora se pregunta sobre la incumbencia de la educación en dichos aspectos para
ver en ello los comienzos de una pedagogía queer, que la autora
entiende como aquélla que:
Rechaza las prácticas normales y las prácticas de
normalidad; una que comienza con el interés ético por las propias prácticas de
lectura; una interesada en explorar lo que uno no puede soportar saber; una
interesada en la imaginación de una socialidad desligada del orden conceptual
dominante. (Britzman, 2016, p. 30)
Otras autoras y autores que han
abordado las aportaciones de la teoría queer en los discursos
y prácticas pedagógicas son Mary Bryson y Suzanne de Castell (1993), Jordi
Planella y Asun Pie (2012), Gracia Trujillo (2015), Mercedes Sánchez Sáinz
(2018), Carolina Alegre Benítez (2013), val flores (2008, 2010, 2013), Alanis
Bello (2018) y Aldo Ocampo González (2018), por mencionar sólo a algunos.
De esta manera, la concepción de
una práctica educativa no normativa y no heterocentrada como una forma de
educación contracorriente (Bryson y Castell, 1993), o la conceptualización de
una pedagogía que articule las experiencias de exclusión y marginación que
viven las personas LGBTQ en el sistema educativo como “punto de vista y
experiencia de conocimiento pedagógico en tanto práctica de saber que nos
invita a arriesgar nuestras certezas epistemológicas, a transitar a través de
diferentes puntos de vista” (Bello, 2018, p. 109), permite plantear
la pedagogía queer como una oportunidad de queerizar la
escuela y las prácticas educativas, esto es, como una forma específica de usar
la escuela.
Este uso involucra una modalidad
de las prácticas educativas que tiene por meta “hacer que el uso habitual
devenga extraño, pervertir los usos mediante el uso desviado del propósito
‘original’ marcado” (Lara, 2022, p. 109). Si el uso habitual de la institución
escolar —a partir de la puesta en marcha de prácticas educativas regulatorias—
tiene como propósito la instauración de la norma heterosexual en los sujetos, queerizar la
escuela significaría plantear un uso no heteronormativo de la institución. Esto
implica trazar usos o prácticas educativas que no tengan por finalidad
instituir la norma heterosexual. Así pues, el uso retorcido o “perverso”
—entendido como el desvío de los fines— de la institución educativa sería el
propósito de una pedagogía queer. El uso queer se
plantea como una forma de fuga en respuesta a la continuidad y reproducción
incesante de la heteronormatividad en los espacios educativos.
Sara Ahmed (2020) plantea que
las instituciones no están dadas, sino que están en constante construcción, ya
que son los usos que se hacen de ellas los que les dan su forma. Por ello, es
posible hacer un uso queer de las instituciones, el cual
representaría un rechazo a los fines últimos u originales de éstas, las cuales
generalmente operan y se constituyen bajo un principio de exclusión en contra
de las corporalidades y subjetividades que no son usuales en sus espacios.
Puede haber posibilidades queer no
sólo en el uso, en cómo se pueden recoger los materiales cuando rechazamos una
instrucción, sino en no ser útil. Quizás estas posibilidades estén más cercanas
de lo que parecen: el uso queer como encontrar un uso para lo
que se ha designado como de poca utilidad. Freeman sugiere que un método queer se
fije en lo que se ha considerado inútil. (Ahmed, 2020, p. 292)
El compromiso con el rechazo al
sentido utilitario de la educación, al utilitarismo como pauta del propósito
del acto educativo, conlleva abrazar la potencialidad de lo queer para
transformar la educación y la institución educativa. Desde una postura
utilitarista, no hay nada más utilitario que la normalidad y nada más “inútil”
que la anormalidad o la extrañeza. Una pedagogía queer abraza
lo inútil, lo anormal y lo extraño como lugares posibles de existencia, pues
son espacios relegados de subjetivación para las personas queer.
Queerizar la escuela, hacer un uso queer de
ella implica mucha imaginación. Encontrar la capacidad de moverse en el terreno
de lo minúsculo involucra rechazar la lógica grandilocuente y heroica en la que
la pedagogía moderna y ciertos activismos LGBT operan (flores, 2021). Esto
significa que apostar por una pedagogía queer no es
reivindicar la praxis pedagógica en una especie de “trinchera contra la
opresión” o de posicionarla en “un plano superior de subversión” (flores, 2021,
p. 48), como si esta apuesta pedagógica fuera una forma de salvación emprendida
por los docentes para liberar de su opresión a los estudiantes.
Por el contrario, hacer un uso queer de
la escuela y de la educación invoca, a través de un ejercicio constante de
interrogación, “un gesto mínimo de variación en la dimensión estética y
política del orden educativo” (flores, 2018, p. 143). Este gesto mínimo se
puede lograr a través del desplazamiento de los usos hegemónicos de la escuela
por usos queer que planteen preguntas inhabituales sobre el
orden de las cosas en el ámbito escolar; hacer un uso impropio o no normativo
de las palabras, e incluso el rechazo a ser útiles o a determinar el fin
educativo a través del utilitarismo. Se puede lograr, como señala val flores,
por medio de retorcer los lenguajes pedagógicos establecidos y poner en el
centro de la praxis educativa la pregunta por la normalidad. La cuestión sobre
qué procesos burocráticos, condiciones laborales, jerarquías del saber e
institucionales y prácticas naturalizadas en el aula contribuyen a su constante
producción y naturalización (flores, 2021).
De esta forma, queerizar la
escuela y la educación es trazar una ruta para una fuga de la espiral
heteronormativa. Lo queer representa las posibilidades de un
uso no determinante ni normativo de la institución escolar y de las prácticas
educativas. Enrarecer la educación es el proyecto político de una pedagogía queer en
la que el acto de “enrarecer” comprende reconocer que la educación no es un
proceso lineal ni de resultados unívocos que implicaría a sujetos estáticos
siempre delimitados por los marcos o ideales de un proyecto pedagógico
(hetero)normativo. Este enrarecimiento posibilita ampliar la comprensión de los
procesos educativos y de los sujetos involucrados en ellos, no como entidades
monolíticas, dadas o naturales, sino como figuras fluidas, en constante cambio
y con una historia atravesada por el poder.
Como hemos visto hasta ahora,
los puentes entre la pedagogía y lo queer permiten poner en
marcha una forma de politización e historización no sólo de la educación, sino
también de la sexualidad. Esta operación niega, por un lado, el carácter neutro
de la educación y, por otro, el estado natural de las identidades sexuales y el
género, a la vez que hace emerger o evidencia las cuestiones sociales,
culturales y políticas que las atraviesan y que pueden incidir en ambos rubros
generando desigualdades, discriminación, odio y violencia.
Conclusión
La pedagogía moderna ocupa un papel determinante en
la circulación y operación de las normas sexuales y de género. Se puede
considerar como un eslabón en el proceso de normalización en el que la
heterosexualidad obligatoria y la cisnormatividad fungen como un marco de
inteligibilidad para los sujetos que forman parte de los procesos de enseñanza
y aprendizaje. Esto hace de la escuela un espacio de disputa entre cuerpos que
encajan en el panorama de la normalidad frente a cuerpos que, desde el orden
dominante, son leídos como una disonancia o un fallo que necesita ser
corregido, eliminado o, más clementemente, integrado o tolerado.
Reconocer ello, al mismo tiempo
que se señala la cualidad política, histórica, social y cultural de la
heterosexualidad —no entendida al nivel de una preferencia u orientación
sexual, sino como una institución social, como un régimen de distribución de poder
que no sólo regula normativamente la vida sexual, sino también la vida social—
permite tomar conciencia sobre las prácticas educativas sustentadas en una
forma de currículo oculto que tiene a la heteronormatividad como discurso que
las activa y legitima, y que posibilita actos de violencia y discriminación que
operan como prácticas discursivas arropadas desde la institucionalidad. Los
actos de violencia y discriminación generan estragos en los proyectos de vida
de los sujetos que habitan el espacio escolar —alumnos o profesores, ya sean
personas heterosexuales o personas gays, lesbianas, bisexuales, trans o queer—,
dado que no pueden habitar los rígidos marcos de inteligibilidad que la matriz
heterosexual plantea.
Dimensionar a la pedagogía como
constitutiva de las relaciones de poder y de los sujetos mismos requiere
señalar que lo que se transmite en el acto educativo no es sólo conocimiento,
no es sólo el contenido vertido en los planes y programas o en las planeaciones
de una clase; sino que dicho acto educativo reproduce y perpetua el orden
social dominante y, particularmente con violencia, el orden sexual y de género
dominante. Esto requiere rechazar las posturas que consideran el quehacer
educativo como neutral y abrazar la cualidad política de la pedagogía: hacer
pedagogía es hacer política, sea en favor del orden social dominante o como una
forma de resistencia o cuestionamiento a dicho orden, pues, ante el acto
político que representa el quehacer educativo, tal como lo afirma Paulo Freire
(2012), “la cuestión es saber qué política es esta; al servicio de qué
intereses se hace; al servicio de quién se hace esta política y, obviamente,
contra quién se la hace” (p. 162).
La educación no es un campo
ajeno a cualquier proyecto político; es un terreno en el que se perpetúa y
reproduce o, por el contrario, en el que se le hace frente o es
desestabilizado. La pedagogía también contiene la posibilidad de devenir en una
forma de disonancia, desidentificación y resistencia; dicha posibilidad o
cualidad contracorriente se ha visto materializada en las últimas décadas en el
proyecto de la pedagogía queer, una forma de praxis educativa que
permite la confluencia entre los postulados de los feminismos
posestructuralistas y la educación, para así abrir camino a un horizonte cuya
realización está basada en la queerización de la institución
educativa. Todo ello busca que las vidas de las personas que no caben en las
rígidas paredes de la heteronormatividad sean más vivibles y libres de
violencia.
La crítica radical a la norma
debe centrase en la institución educativa y sus prácticas, ambas fundadas en la
heteronormatividad como discurso pedagógico, ya que facilitan las condiciones
para que la discriminación, la exclusión, el asesinato social y el arrojo a la
muerte tengan lugar. Como diversos grupos queer señalaron, al
hacer una crítica de los efectos feroces e incesantes del régimen heterosexual
sobre los cuerpos de las disidencias sexuales, “el eje del mal es
heterosexual”.
El Grupo de Trabajo Queer señala
que esta frase responde al deseo de manifestar el rechazo a la heterosexualidad
como régimen político dictatorial: “Lo que denunciamos es un régimen
heterosexual que aterroriza cualquier otra forma de sexo/género/deseo que no se
ajuste a sus imposibles criterios normativos” (Bargueiras et al.,
2005). Por esta razón, la pedagogía queer es una provocación y
una invitación a hacer de la pedagogía una forma de resistencia frente a la
heteronormatividad como discurso pedagógico que de manera incesante genera
estragos en la vida de las personas disidentes sexuales que habitan los
espacios educativos y que no se ajustan a los criterios normativos del régimen
heterosexual.
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1.
1 Las
traducciones del texto de Stevi Jackson que aparecen en este ensayo son mías.
2.
2 Con
esta aseveración no busco dar por sentado el binomio escuela-educación, sino
que, tal como pretende Pineau (2001), intento desnaturalizar dicho vínculo
poniendo en evidencia que su correlación es una construcción históricamente
determinada y que se trata de una construcción social producto de la
modernidad. De esta forma, ese “campo de posibilidad” que es la institución
escolar se vuelve menos rígido cuando entendemos que la escuela no es la única
opción posible en la que se circunscribe la labor pedagógica, sino que es una
de tantas; por supuesto, sin perder de vista que, pese a la proliferación de
nuevas pedagogías, los discursos pedagógicos dominantes parecen permanecer
inmersos en discursos de regulación social (Gore, 1996). Esto nos lleva a
comprender que los procesos educativos no sólo se acotan a las paredes de la
escuela y que muchos de los actos educativos contrahegemónicos tienen lugar en
espacios liminales: entre la institucionalidad y la calle, entre la academia y
el activismo, entre el aula y la lucha por sobrevivir en un mundo con una
atmósfera LGTBfóbica avasalladora. En la investigación que realizo, y en la que
se enmarca el presente texto, he decidido llamar “pedagogías escurridizas” a
estas pedagogías liminales.
* Licenciado en Pedagogía por la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestrante en Estudios de Género en el
Programa de Posgrado en Estudios de Género de la UNAM. Además de docente, se ha
desempeñado como redactor y reportero cultural en medios digitales
independientes e instituciones culturales. Sus temas de investigación son la
educación, las pedagogías críticas y lo queer.
Olvera, D. (2025). “Para evitar el lesbianismo”: La heteronormatividad
como discurso pedagógico y sus efectos en alumnos y docentes. Iberoforum, Revista de Ciencias Sociales,
Nueva Época, 5(2), 1-26, Artículos y Ensayos, e000391. https://doi.org/10.48102/if.2025.v5.n2.391
Licencia
Pública Internacional — CC BY-NC-ND 4.0