Artículos e000175

Semillas de esperanza: participación de los jesuitas del CIAS en la guerra interna de Guatemala1

Seeds of Hope: The CIAS Jesuit's Participation in the Guatemalan Civil War

Fecha de recepción: 08/04/2021

Fecha de aceptación: 29/09/2021

Fecha de publicación: 08/04/2022

https://doi.org/10.48102/if.2022.v2.n2.175

Anelí Villa Avendaño*

lavidaesunviajeenparacaidas@hotmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4795-8518

Doctora en Estudios Latinoamericanos

Universidad Iberoamericana

México

Resumen

Este artículo se centra en la participación que tuvo un grupo de jesuitas en la guerra interna de Guatemala; en 1973 este grupo fundó el Centro de Investigación y Acción Social (CIAS) en la zona 5 de la ciudad de Guatemala con el objetivo de realizar trabajo pastoral bajo el principio de la opción por los pobres de la teología de la liberación. Este artículo trata el tema de la esperanza desde la óptica religiosa y se reflexiona sobre la articulación entre la fe católica y las utopías e ideales. Se estudian las trayectorias de vida que tuvieron los jesuitas de esta comunidad, ya sea que hayan dejado la sotana para optar por las armas dentro de grupos guerrilleros, que hayan acompañado a las poblaciones manteniéndose dentro de la institución o, bien, que hayan colaborado con el ejército. Se reflexiona sobre cuáles fueron las motivaciones y causas que los llevaron a actuar de una u otra manera, y cuál fue el impacto que tuvieron en el movimiento social y revolucionario. Todo ello articulado a través de la categoría de la esperanza como agente movilizador que abrió la posibilidad de romper con las imposiciones dominantes.

Palabras clave

Teología de la liberación, opción por los pobres, guerrilla, esperanza, fe.

Abstract

This article explores the participation of Jesuit priests in the Guatemalan civil war. In 1973, a group of Jesuit priests founded the Centre for Investigation and Social Action (CIAS for its Spanish acronym) in zone 5 of Guatemala City, undertaking pastoral work under the liberation theology principle of the option for the poor. The article addresses the theme of hope from a religious perspective and reflects on the articulation between the Catholic faith, and the utopias and ideals that mobilized social struggles in Guatemala. We analyze three distinct paths chosen by Guatemalan Jesuits: joining the guerrilla, abandoning the cause or accompaying people throughout different stages of the war within the framework of Catholic institutions. By exploring individual trajectories, the text reflects on the Jesuits' influence on the revolutionary movement and the role of hope as an element of agency against domination and imposition.

Keywords

Liberation theology, option for the poor, guerrilla, hope, faith.

Introducción

La guerra interna de Guatemala tuvo su punto de origen en 1954 con la intervención norteamericana para derrocar el gobierno democrático de Jacobo Arbenz y la posterior imposición de Castillo Armas; con este golpe, se apertura la violencia política en contra de cualquier opositor al régimen, lo que a su vez incentivó el crecimiento y radicalización del movimiento social. El periodo de la guerra terminó de manera oficial en 1996 con la firma de los Acuerdos de Paz; sin embargo, aún permanecen vigentes los estragos y la continuidad de la violencia política ejercida por los grupos poderosos. Al ser un periodo tan largo, se pueden ubicar, al menos, cuatro etapas distintas de la guerra: la primera oleada del movimiento insurgente en los años sesenta;2 un segundo momento hacia los años sesenta, en el que surgieron nuevos actores revolucionarios;3 un tercer periodo hacia fines de los setenta y principios de los ochenta, cuando la represión se masificó y los grupos insurgentes tuvieron que replegarse, y, finalmente, una cuarta etapa en la que se establecieron los lineamientos para la firma del tratado de paz.

Dentro de los numerosos actores que protagonizaron la guerra, los religiosos católicos progresistas, influenciados por la teología de la liberación, fueron sujetos clave para el desarrollo del movimiento social y revolucionario, sobre todo a partir de la segunda etapa de la guerra y hasta la transición hacia la paz. Las herramientas de análisis de la realidad que compartieron con las comunidades durante el desarrollo de sus actividades pastorales fueron un abono fundamental para la acción social. En este artículo, me centraré en la participación que tuvieron los jesuitas agrupados en el Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), conocido como la comunidad de la zona 5, quienes, a partir del trabajo pastoral, se vincularon estrechamente con el movimiento social e insurgente. En la relación que los jesuitas tejieron con las poblaciones, ellos mismos fueron transformando su visión del mundo y acentuando su compromiso con las causas sociales.

Parto de un caso concreto y paradigmático para dar cuenta de un fenómeno más amplio: la articulación de la religión con el movimiento social; para ello, utilizo la categoría “esperanza activa” como eje articulador para ir de lo micro a lo macro. A partir de la trayectoria de vida de estos jesuitas, trazaré un recorrido por una parte de la historia de la guerra guatemalteca y expondré algunos de los caminos posibles por los que los religiosos transitaron ante la compleja realidad de la guerra: algunos sacerdotes abrazaron la opción armada y la justificaron desde la fe cristiana; otros, cobijados en esta fe, se dedicaron a lo que llamaron pastoral de acompañamiento, manteniéndose dentro de la estructura eclesial; también analizo el caso de un sacerdote que fue víctima de la represión del Estado, tras lo cual se convirtió en colaborador de los aparatos de inteligencia.

La guerra fue, sin duda, un tiempo convulso, un tiempo de crisis que marcó un punto de quiebre con el tiempo continuo de la dominación (Benjamin, 2007). Fue un espacio de ruptura porque posibilitó tanto la emergencia de nuevas subjetividades políticas4 como la radicalización de ciertos sectores. Los religiosos católicos, cuyo papel en la sociedad guatemalteca había estado vinculado a los círculos de poder, experimentaron cambios tanto internos como externos que los llevaron a transformar su perspectiva y acercarse a las poblaciones vulnerables.

La relación entre religión y política ha sido largamente explorada por las ciencias sociales: desde autores clásicos como Max Weber (1921) hasta autores más contemporáneos como Franz Hinkelammert (1984, 1991), Jürgen Moltmann (1983), Phillip Berryman (1989) o René Girard (1986, 1991), entre otros. En América Latina, también ha sido un tema de constante preocupación; a partir de los años setenta, no han sido pocos los autores dedicados a entender la importancia de la teología de la liberación en el desarrollo político latinoamericano; entre ellos, cito, por su destacada labor, a Enrique Dussel (1973, 1995), Otto Maduro (1977), Cristian Parker (1996, 2012), Micäel Löwy (1999), así como a los propios teólogos de la liberación que reflexionaron sobre su proceso: Hugo Assmann,5 Gustavo Gutiérrez6 y Leonardo Boff,7 entre otros.

Sin embargo, se ha escrito poco sobre la experiencia de los religiosos en el contexto de la guerra guatemalteca. Uno de los escasos trabajos analíticos es el de Yvon Le Bot, La guerra en tierras mayas (1995), en donde plantea que los religiosos fueron artífices del movimiento revolucionario al utilizar el poder que las sotanas les otorgaban para convencer a la gente de afiliarse a la guerrilla. Visión que comparte David Stoll en su libro Entre dos fuegos en los pueblos ixiles de Guatemala (1999). Me interesa debatir con estas perspectivas en el presente artículo.

Para el caso guatemalteco, más que textos analíticos, contamos con relatos sobre lo vivido en estos años; entre ellos destaca el libro de Carlos Santos, Guatemala. El silencio del gallo: Un misionero español en la guerra más cruenta de América (2007); así como la novela de Iñaki Carro, Del cielo a la montaña (2010). Asimismo, existen relatos autobiográficos que nos han permitido reconstruir los hechos; sobre la experiencia de los jesuitas de la comunidad de la zona 5, están los textos Historia de un gran amor (2006) de Ricardo Falla y Luchar por la justicia al viento del espíritu (2014) de Juan Hernández Pico. Basé mi investigación en estas autobiografías, entrevistas a profundidad, así como testimonios y documentos de la época localizados en el Archivo del Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica. Contrasté la información ahí vertida con otras fuentes documentales e investigaciones que me permitieran hacer la crítica de fuentes.

Desde la sociología histórica, abordo las trayectorias de vida de cuatro personajes, a través de las cuales puede comprenderse la encrucijada que representó la guerra de Guatemala. Comparto con Carlo Ginzburg (2018) la premisa de que a través de lo micro puede vislumbrarse con mayor profundidad un fenómeno histórico; por ello, he decidido centrarme en este estudio de caso como una puerta para comprender el proceso de la guerra.

El artículo se organiza en dos partes: la primera es una presentación general de la comunidad de la zona 5 para ubicar tanto la historia de su formación como los preceptos que los guiaban, así como la represión de la que fueron objeto. Una segunda parte consiste en la exposición de las trayectorias de vida, a sabiendas de que a través de las historias personales podemos hacer un trazado de la historia colectiva.

Transformaciones en la Iglesia

Para entender la importancia del CIAS, es preciso ubicar el contexto en el que se sitúa, es decir, las transformaciones que tuvo la Iglesia tanto en Guatemala como a nivel global. Hacia mediados del siglo XX, comenzaron a surgir corrientes teológicas que buscaban estar más cerca de la gente; en Latinoamérica hubo dos corrientes relevantes: la teología de la esperanza humana,8 propuesta por Rubem Alves, y la teología de la liberación, que nació propiamente en el continente y que cobra pleno sentido ante esta realidad concreta. La teología de la liberación fue sistematizada por Gustavo Gutiérrez en 1971,9 pero tiene sus raíces en el Concilio Vaticano II (1962-1965), la Carta Encíclica Populorum Progressio (Vaticano, 1967)10 y, más específicamente, en la Conferencia de Medellín de 1968 (Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1968).

Estas corrientes teológicas, en específico la teología de la liberación, marcaron un cambio radical en la concepción de la religión católica. Trasciende, por ejemplo, la separación entre el cielo y la tierra. Además, hicieron una crítica de la realidad; plantearon la necesidad de pasar a la acción y transformar el contexto para alcanzar un mundo con justicia. Para sus seguidores, el Reino de Dios no obedece a una realidad ajena al mundo en el que vivimos, pues afirman que sólo será posible acceder a aquél si comienza a construirse en la tierra. El punto central de esta doctrina es el rompimiento con la idea de que el orden social actual ha sido dictado por Dios, por lo que la praxis adquiere un valor fundamental.

Como toda teología, la de la liberación tiene un método, alrededor del cual existe un importante debate. Algunos autores señalan que el misterio que se revela en la contemplación y en la solidaridad con los pobres constituye el acto primero; mientras que el posterior razonamiento es el acto segundo que derivará en una práctica. Esta argumentación deviene de la forma tradicional de hacer teología. Roger Vekemans (1976) no considera la praxis como un acto segundo, sino como el punto de partida que sitúa al lado de la Revelación la palabra de Dios, que es la raíz de toda teología. Enrique Dussel (1973), en esta misma línea, define a la teología de la liberación como el “momento reflexivo de la profecía, que arranca de la realidad humana, social, histórica, para pensar desde un horizonte mundial las relaciones de injusticia que se ejercen desde el centro contra la periferia de los pueblos pobres.” (p. 83). La teología de la liberación plantea la opción por los pobres y por las clases explotadas, es decir, se propone estar al lado del necesitado e incluso vivir como él para acompañarlo en su proceso de lucha contra la injusticia. El compromiso cristiano es por la liberación del pueblo oprimido, por lo que asumen como su tarea luchar contra la opresión que sufre éste, ejerciendo una praxis liberadora.

Ahora bien, es preciso aclarar que si bien la teología de la liberación es el trasfondo ideológico que movilizó al cristianismo liberacionista,11 esto no se dio como un proceso lineal, es decir, no se teorizó y después se actuó en consecuencia, sino que fue un proceso dialéctico en el que la sistematización respondió a una praxis histórica concreta y, al mismo tiempo, la alimentó: “La teología de la liberación es el producto espiritual de este movimiento social, pero al legitimarlo, al proporcionarle una doctrina religiosa coherente, ha contribuido enormemente a que se extienda y se refuerce” (Löwy, 1999, p. 49). Puede afirmarse, entonces, que la teología de la liberación parte de la praxis, pero a su vez genera su propia praxis.

En Guatemala, esta teología se vio reflejada en acciones más que en postulados teóricos pues, como señala Santiago Otero, “hubo mucha más praxis que teología” (Comunicación personal, 12 de octubre de 2008). En los años setenta, un grupo importante de religiosos —muchos de ellos extranjeros— se fueron alejando cada vez más de las élites y se abocaron al trabajo pastoral: establecieron comunidades cristianas —a través de las Comunidades Eclesiales de Base que se habían impulsado en Medellín—, círculos de estudios bíblicos, grupos de catequesis y celebración de la palabra, programas de alfabetización, centros de capacitación para catequistas, escuelas radiofónicas y centros de formación para campesinos. Estos proyectos se convirtieron en espacios de análisis político de la realidad; se sumaron así a las cooperativas12 y ligas campesinas13que, desde la década de 1950, habían impulsado la Democracia Cristiana, la Acción Católica, así como la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID).

Sobre estos centros, el informe Guatemala: Nunca más, de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG) (1998b), señala:

Hay unas constantes que se dan en todos ellos: tareas de concientización, conocimiento y análisis de la realidad nacional, conciencia social, lectura de la Biblia a la luz de la realidad, animación y organización comunitaria, evangelización liberadora, además de capacitación propia para cada trabajo, fuera éste agrícola, cooperativista, educativo, de salud o específicamente religioso. (p. 129)

Mapa 1. Espacios de formación cristiana

Elaboración propia con la información obtenida de las fuentes

Como se puede ver en el mapa 1, estos espacios de formación cristiana se extendieron por todo el país, lo que permitió la consolidación de la formación política de quienes se encontraban en ellos. En el caso de las mujeres indígenas, estos centros y cooperativas fueron en muchas ocasiones el único espacio público de socialización, por lo que son una pieza clave para entender su emergencia como sujetas políticas.14

Si bien dentro del territorio guatemalteco había presencia de las principales órdenes religiosas y de diversas congregaciones, no todas profesaron un compromiso tan marcado con las poblaciones pobres ni se vincularon con el movimiento social. Si bien algunos sacerdotes franciscanos y dominicos se sumaron al proyecto revolucionario en términos generales, decidieron permanecer al margen. Las congregaciones que participaron activamente en la guerra fueron los Misioneros del Sagrado Corazón y los hermanos Maryknoll, así como los jesuitas, en específico el grupo que se formó en el CIAS, cuyo trabajo marcó un paradigma en la relación de la religión con la política.

Los jesuitas de la zona 5

La Compañía de Jesús tiene una historia de cercanías y distancias con Guatemala, pues fue expulsada del país en distintos momentos, lo que impidió que se formara una larga tradición jesuita en el país. Esto trajo como consecuencia que, en el siglo XX —cuando, durante el gobierno de Jorge Ubico (1931-1944), se permitió el ejercicio libre de los cultos religiosos—, no hubiera suficientes sacerdotes y fuera necesario que llegaran un gran número de extranjeros. Los jesuitas reingresaron al país hacia los años 50, enfocándose sobre todo en el ámbito educativo: formaron el Liceo Javier (1952) y el Colegio Loyola (1958) de educación básica y, en 1961, fundaron la Universidad Rafael Landívar; esta última, aunque estaba dirigida hacia un sector de la población de clases alta o media alta, tuvo desde sus inicios un enfoque social. Se promovió en su seno el Centro de Adiestramiento de Promotores Sociales (CAPS), en donde se llevaron a cabo programas de desarrollo comunitario, se capacitó a líderes campesinos y se promovió la organización social y comunitaria.

Desde la reunión de Río de Janeiro en mayo de 1968, existía entre los jesuitas latinoamericanos la intención de promover y fortalecer la existencia de los CIAS. En el acta del evento, se definen como espacios “cuya misión específica es ayudar a concienciar, estimular y orientar las mentalidades y las acciones, con investigaciones, publicaciones, docencia y asesoría” (Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y El Caribe, 1968, p. 2); lo que abordaron a partir de la realización de investigaciones “que estudian los aspectos del desarrollo de cada región en una perspectiva cristiana, como aporte nuestro al cambio de las estructuras sociales” (Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y El Caribe, 1968, p. 2).

Los primeros centros de este tipo habían visto la luz en Europa a principios del siglo, específicamente en Francia, a donde acudió un grupo de jesuitas asignado a la provincia centroamericana para aprender de su experiencia con miras a formar un centro en la región. Después de un tiempo, tras valorar los lugares en donde podría establecerse, se optó por Guatemala. Así, en enero de 1973, se formó el CIAS, más conocido como la comunidad de la zona 5, debido al barrio en donde se encontraba la casa de reunión; un barrio pobre en el que se asentaron para cumplir su opción por los pobres, la cual implicaba vivir como ellos y acompañarlos desde lo cotidiano en su lucha contra la opresión.

En un primer momento, llegaron a vivir ahí los guatemaltecos César Jerez —que fue el primer director del CIAS—, Ricardo Falla —como superior—, Juan Fernando Áscoli, Carlos Cabarrús y Alberto Enríquez Villacorta, así como el español Juan Hernández Pico y dos jóvenes formados en la Universidad de Lovaina (Bélgica),15 que destacaba por su visión crítica: Fernando Hoyos y Enrique Corral, quienes se encontraban en ese momento cursando su cuarto año de teología en la pastoral social. Años más tarde, se fueron sumando otros padres, como el guatemalteco Ricardo Bendaña Perdomo.

En 1976 se integraron el sacerdote Jon Bilbao, Rodolfo Cardenal y el salvadoreño Rafael Solano. En 1977 se sumó a la comunidad el nicaragüense Napoleón Alvarado, quien se dedicó a trabajar sobre todo en la Costa Sur junto con Jesús Ángel Bengoechea —proveniente de España—, quien fue cofundador del Comité de Unidad Campesina (CUC).

Imagen 1. Miembros de la comunidad de la zona 5

Fuente: Álbum de María Pilar Hoyos. Autor desconocido. De izquierda a derecha, de pie: Enrique Corral, Ricardo Bendaña, Napoleón Alvarado, Alfonso Javier Tocino, César Jerez y Ricardo Falla; sentados: Jon Bilbao, Juan Hernández Pico, Juan Soriano y Fernando Hoyos

En 1978 se integró el guatemalteco de clase alta Luis Eduardo Pellecer, conocido como el Cuache Pellecer, quien dos años antes había sido ordenado sacerdote en El Salvador. Por esos años, estuvieron también en la comunidad el costarricense Carlos Arias, Juan Soriano y Alfonso Javier Tocino, quien tras volver a España trabajó en la solidaridad con Guatemala.

En el CIAS realizaban reflexiones colectivas y establecían las líneas generales para el trabajo pastoral que se llevaba a cabo en distintos municipios del Quiché, Chimaltenango, Alta Verapaz, Escuintla, Quetzaltenango, la Costa Sur y algunos barrios marginales de la ciudad. Ya en las comunidades, los padres realizaban por su cuenta el acompañamiento pastoral, en liturgias y grupos de reflexión sobre la Biblia desde la perspectiva de la teología de la liberación. Impulsaban proyectos de alfabetización y cursillos de capacitación para los campesinos; por esos años, formaron un grupo llamado Consejo Educativo Centroamericano (Coneduca), basado en la pedagogía de Freire, desde donde reflexionaban sobre temas educativos, como dinámicas de grupos y procesos de concientización; tenían como eje la posibilidad de pensar más allá, de abrir el campo a la esperanza, como plantearía Freire (1996) años después al recordar su experiencia en el trabajo en barrios populares: “haciéndose y rehaciéndose en el proceso de hacer la historia como sujetos y objetos, mujeres y hombres, convirtiéndose en seres de la inserción en el mundo y no de la pura adaptación al mundo, terminaron por tener en el sueño también un motor de la historia. No hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza” (p. 87).

Por otro lado, hicieron difusión a través de programas de radio comunitarios y de la creación de periódicos campesinos, como Cristo compañero o De sol a sol que, a decir de Hernández Pico (2014), se publicó de manera mensual y buscaba dar a conocer el mensaje cristiano y sobre todo hacer reflexiones críticas sobre la realidad que vivían las comunidades; estos documentos son, sin duda, una fuente para profundizar sobre el pensamiento de los religiosos.

Todas estas acciones las hacían como un refrendo de su compromiso religioso, como afirmó Fernando Hoyos en una carta dirigida a su familia: “Esta tarea de investigación y acción social es de lo más cristiano que se pueda hacer, porque cuanto más tiempo lleva uno aquí y más se va moviendo, más cae en la cuenta de las necesidades existentes y de las profundas contradicciones del sistema en que se mueve la sociedad” (Hoyos de Asig, 1997, p. 52); aunque no dejaba de cuestionarse la trascendencia de su labor: “Esperamos que nuestro aporte, aunque pequeño, sea un granito más para cambiar tantas cosas injustas y crear una sociedad que sea de verdad más cristiana” (Hoyos de Asig, 1997, p. 53).

El CIAS servía como un espacio para que compartieran las distintas experiencias, se llevaran a cabo evaluaciones periódicas y se establecieran las líneas generales de trabajo. Regularmente, se reunían también con comunidades de jesuitas de otras partes de América Latina, con quienes compartían su postura religiosa y planeaban estrategias de acción conjuntas, puesto que en varias partes del continente se estaban dando procesos de transformación social, como en Chile, Argentina y Centroamérica; con esta última región hubo una vinculación más estrecha pues existía una relación constante entre Guatemala y el trabajo que se estaba llevando a cabo en El Salvador y Nicaragua.

Recién formada la comunidad, se tomó el acuerdo entre sus miembros de apoyar la candidatura de la Democracia Cristiana y el Frente Unido de la Revolución (FUR), personificada en Efraín Ríos Montt, quien años después se convirtió en uno de los principales responsables del genocidio. Sin embargo, para 1973-1974, éste parecía ser el único oponente que podía evitar la llegada del general Kjell Eugenio Laugerud García, candidato de la alianza entre el Partido Institucional Democrático (PID), el partido de los militares y el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), que representaba a la ultraderecha. Laugerud obtuvo el triunfo mediante un presunto fraude que fue denunciado por los jesuitas. A partir de ese punto, desde los aparatos de seguridad del Estado, se inició una campaña de hostigamiento y represión hacia la oposición, entre ellos los miembros del CIAS.

Aquella coyuntura marcó un punto de inflexión: los integrantes del CIAS comenzaron a acercarse más a la población y al movimiento social, como lo narra Hernández Pico (2014): “Este resultado [electoral] tuvo un impacto muy fuerte en nuestra comunidad” (p. 68); a propósito de ello, recuerda las palabras de Alberto Enríquez, quien advirtió que “para él, estaba absolutamente claro que no valía la pena ya pelear dentro de la ley por una política con alcance social, porque el fraude de Guatemala, demostraba que los militares y la oligarquía económica no iban a jugar respetando las reglas de la democracia” (Hernández Pico, 2014, p. 68). La conclusión que se abría paso tras este razonamiento era que “había que pensar en apoyar a los movimientos políticos revolucionarios que contemplaban la lucha armada como horizonte más o menos cercano” (Hernández Pico, 2014, p. 68).

Los sectores más conservadores dentro de la Iglesia no estaban de acuerdo con el trabajo del grupo de la zona 5 pues consideraban que era muy radical y que trascendía los límites de la labor religiosa. Incluso, entre los jesuitas, comenzaron a haber ciertas disputas por las posturas, lo que llevó a la ruptura de Falla, Hernández y Jerez con la Universidad Rafael Landívar tras la llegada a la rectoría del P. Santos Pérez Martín, de posturas más conservadoras. Se debe señalar esta tensión interna para evitar concebir a la Iglesia como un monolito pues, de lo contrario, no podríamos entender las rupturas posteriores.

En 1976 Guatemala se vio azotada por un fuerte terremoto que evidenció las malas condiciones en las que se encontraba la población de los barrios marginales y las aldeas cercanas. El sector religioso participó activamente en la reconstrucción. Se formó el Comité Cristiano de Emergencia para auxiliar a los damnificados. Muchos sacerdotes y religiosas, de todas la órdenes y congregaciones, participaron en el rescate y reconstrucción; incluso los obispos publicaron la carta pastoral “Unidos en la esperanza” (Conferencia Episcopal de Guatemala, 1997), en la que criticaron las condiciones en las que se encontraban las poblaciones afectadas; decían que “el sismo que golpeó a Guatemala es como un símbolo de otros sismos silenciosos e invisibles, que desde tiempos inmemoriales han venido golpeando a nuestro pueblo y cuyos autores han sido y somos los hombres” (Conferencia Episcopal de Guatemala, 1997, p. 122). Por ello, este fenómeno de la naturaleza fue conocido por los religiosos como el “terremoto de los pobres”.

En un “Mensaje de la Conferencia Episcopal de Guatemala: Ante la Catástrofe Nacional”, emitido el 19 febrero 1976, los obispos hicieron el recuento de la situación de opresión; se centraron en temas cruciales como la acumulación de la tierra, la explotación y la situación de subdesarrollo y dependencia. Terminaron su mensaje con un llamado a la transformación de estas condiciones, “con hombres nuevos que a la luz del Evangelio sepan ser verdaderamente libres y responsables” (Conferencia Episcopal de Guatemala, 1997, p. 122), que fue escuchado y seguido por los religiosos.

Los miembros del CIAS tuvieron un papel fundamental en el trabajo de reconstrucción, lo que los acercó aún más a la población. Se sumaron a la formación de una asociación católica de socorro, hicieron recolección y reparto de víveres, realizaron reuniones y distribuyeron la ayuda a los territorios cercanos a la capital, entre ellos San Martín Jilotepeque, la tierra natal de César Jerez, quien, luego de atestiguar la muerte de buena parte de su familia por el terremoto, se puso a cargo de las labores de reparto y reconstrucción. Otro grupo fue a auxiliar en Tecpán; otros se quedaron en la ciudad.

Tras la emergencia, algunos jesuitas participaron en tareas de reconstrucción en Comalapa. Con un equipo de jóvenes estudiantes de arquitectura, construyeron una centena de casas con materiales de la región. Según Hernández Pico (2014), esta tarea fue la base para la formación del Comité de Unidad Campesina (CUC): “Esta construcción de unos centenares de casitas fue la ocasión para que los campesinos ladinos, es decir, no indígenas, de la costa sur de Guatemala subieran al altiplano indígena y para que varios misioneros de Scheut, junto con varios de nosotros, pero especialmente Fernando Hoyos y Enrique Corral, comenzaran a inspirar la gestación del CUC” (p. 84).

Ese mismo año, 1976, César Jerez fue nombrado primer provincial de Centroamérica; su lugar como director del CIAS fue ocupado por Fernando Hoyos. Desde esta posición, Jerez apoyó la consolidación de la comunidad con un financiamiento para comprar una casa en donde pudieran recibir a otros miembros, establecer una biblioteca y oficinas. Este cambio de dirección representó también una transformación en las priorizaciones del CIAS y estrechó más el vínculo con el movimiento social.

Fe y esperanza

Las premisas religiosas guiaron a los jesuitas de la zona 5 en el desempeño de su papel durante la guerra contrainsurgente; cada acción que emprendieron al lado del pueblo tenía su fundamento en principios teológicos, marcados en parte por la teología de la liberación, aunque no de manera exclusiva pues implicaba una elaboración propia sobre la forma de pensar la fe y la esperanza en su relación con la política.

Raúl Vidales (1983) reflexiona en este sentido sobre el proceso que implicó la teología de la liberación en América Latina:

se genera una dialéctica de la esperanza, que involucra tanto las mediaciones reales de factibilidad como el horizonte infinito como meta total y universal de realización de un orden de libertad. De esta manera el fin está siempre ausente, pero moviendo desde el futuro e inspirando los procesos concretos de liberación en el presente, es decir, organizando la esperanza. (p. XXV)

Guatemala fue, para los jesuitas de la zona 5, el espacio de concreción histórica de estas esperanzas sustentadas en una idea que rebasaba los límites de lo que ahí ocurría; una esperanza que apuntaba a la construcción del Reino de Dios en la tierra, de un mundo justo, pero que, al mismo tiempo, sólo podía empezar a construirse ahí porque sólo mediante la praxis se sostiene la esperanza. Sobre ello reflexiona Hernández Pico (2014, p. 131): “La verdad, nuestra verdad, era que a nosotros nos había llegado al corazón el clamor de Jesús”.

Para los miembros del CIAS, cumplir con las premisas del cristianismo no era sólo limitarse a la liturgia o el trabajo pastoral, sino que, para ser congruentes, debían acompañar al pueblo en sus vivencias, “vivir como los pobres”; esto los llevó irremediablemente a cuestionar las condiciones sociales desfavorables; posicionamiento en donde encontraron coincidencias con quienes se estaban revelando ante esta situación.

Fe y esperanza son dos conceptos que aparecen de manera constante en los escritos y reflexiones de los jesuitas de la zona 5; algunas veces, muy ligados a una concepción religiosa; otras, haciendo el traslape a la lucha revolucionaria, pero manteniendo el núcleo de la creencia en el pueblo como el motor del cambio, como los únicos capaces de comenzar a construir el Reino de Dios, que, como señala Jürgen Moltmann (1983), “no es un optimismo ciego. Es esperanza con los ojos abiertos, que ve el sufrimiento y, sin embargo, cree en el futuro” (p. 29).

Los religiosos sintieron, nos dice Ricardo Falla, un llamado por el pueblo, “un llamado que es amor. Un llamado, algo que te llama y dejas todo, dejas el amor a una mujer y dejas tu casa y la familia” (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017). Actuaron movidos y conmovidos por un profundo amor a la gente.

Hoyos fue consciente de que al hablar de esperanza se podía quedar en el terreno de lo abstracto, por eso le escribió a su familia: “Pedid para que la esperanza que logre comunicar a aquéllos con quienes me encuentro, sea una esperanza visible, ya desde ahora en obras que la justifiquen” (Hoyos de Asig, 1997, p. 58). En pos de darle concreción histórica, tomó el camino de las armas. Convencido de su fe en el pueblo, afirmaba que “la esperanza tiene que buscar el sol entre bastantes espinas. Pero la hay abundante, gracias a Dios, pues hay más vida que muerte, y todos los golpes que está recibiendo el pueblo de Guatemala, son abono que está dando fuerza a la lucha por la justicia” (Hoyos, 2008, pp. 90-91).

No todos los integrantes de la comunidad optaron por la lucha armada, aunque podemos afirmar que en algún momento para todos fue comprensible y justificable que unos lo hicieran pues se les revelaba ante los ojos que no habría otra salida para terminar con las condiciones de miseria y dominación que a todos les parecían injustas e indignantes. Sin embargo, los miembros más apegados a la institución consideran —a la luz de la distancia temporal— que fue un error colocar toda la esperanza en el triunfo del proyecto revolucionario; así lo plantea Hernández Pico (2014): “Sus esperanzas se volvieron exclusivamente humanas y terrenas, si bien en su disposición para dar la vida por la gente, había un factor trascendente y una generosidad en el fondo inexplicable de manera satisfactoria de tejas abajo, porque estaba tocada de una insondable profundidad de amor” (p. 133). Y va más allá en esta crítica al aducir que uno de los mayores problemas de esta relación fe-esperanza-revolución fue pensar en el triunfo como el punto culminante: “Una interpretación marxista de la historia que veía el progreso y, en concreto, el triunfo de la revolución como una necesidad histórica ineludible e inevitable, forzada por una especie de ‘providencia’ o esperanza escatológica secular, a lo Bloch, y presuntamente científica, a lo Marx y Lenin” (Hernández Pico, 2014, p. 133).

Desde una perspectiva crítica, con el tiempo y la distancia de por medio, Hernández Pico (2014) evalúa aquel sentido:

Los pronunciamientos revolucionarios guatemaltecos terminaban siempre con algo semejante a “dirigir la guerra […] hasta conducir al pueblo a la victoria definitiva y total”. Critiqué esta postura siempre que apareció en los pronunciamientos de fin de año del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), volcados hacia un determinismo histórico del triunfo de la revolución. (p. 122)

El proyecto del movimiento revolucionario era sin duda una apuesta por la vida, la búsqueda de mejores condiciones para todos y todas; sin embargo, el Estado guatemalteco utilizó una violencia política desmedida, incurriendo en prácticas genocidas en razón de la orientación política, lo que devino en muertes, rupturas y masacres a manos del ejército. Entre las miles de víctimas, hubo muchos religiosos; según el texto Testigos fieles del Evangelio (Conferencia Episcopal de Guatemala, 2007), hubo por lo menos 103 personas vinculadas a la iglesia que fueron asesinadas en estos años, sin considerar a las que quedaron fuera de los listados oficiales de la iglesia por haber elegido un camino distinto.16 Pese a esta terrible historia de violencia política, la sociedad guatemalteca ha logrado levantarse, reconstruirse, sanarse y refundar sus utopías.

Represión a los jesuitas y religiosos

Hacia finales de los años setenta, la represión política se fue agudizando; la estrategia de represión selectiva que caracterizó el decenio se acompañó con una violencia política generalizada; este escenario de terror recayó también sobre los religiosos. Todo el trabajo que emprendieron los jesuitas de la comunidad de la zona 5 los convirtió en blanco de la represión; se les tildó de comunistas y se les acusó de llamar a la subversión y a la violencia. Los miembros del CIAS habían vivido ya el señalamiento y hostigamiento desde que denunciaron el fraude de 1974, pero fue después del terremoto cuando estrecharon lazos con el movimiento social y comenzaron a sufrir las consecuencias. Se les tuvo constantemente vigilados por agentes vestidos de civil, tanto en la casa como en los lugares donde trabajaban.

El 23 de julio 1977, intentaron secuestrar a Fernando Hoyos en Santa Cruz del Quiché. Había ido en un viaje de fin de semana a trabajar con líderes religiosos y campesinos. Los soldados, señala el mismo Fernando,17 se presentaron como policías judiciales, aunque luego los identificaron como soldados de la zona militar. Lo agarraron, forcejearon y, después de unos metros, él logró zafarse y refugiarse en un templo evangélico, en donde la gente lo defendió y evitó que lo secuestraran.18 Fueron los Misioneros del Sagrado Corazón los que acudieron al rescate de Hoyos para resguardarlo hasta que llegaron compañeros de su comunidad para regresarlo a la capital; la vigilancia a la casa aumentó tras este hecho.

Ese mismo año, fue asesinado en El Salvador el padre jesuita Rutilio Grande en el camino de la parroquia de Aguilares a la de El Paisnal. Entre otras acciones de intimidación, los religiosos se dieron cuenta de que se estaban repartiendo volantes con la frase “Haga patria, mate a un cura” de manera paralela al asesinato del P. Alfonso Navarro, el Chino, en la iglesia de la colonia Miramonte (Hernández, 2014). En El Salvador, “Durante esos días se difundió también la amenaza de muerte para todos los jesuitas que no abandonasen el país antes de un mes” (Hernández, 2014, p. 96). Después de esto, se sacó del país a los juniores hacia México, donde se asentaron en el Cerro del Judío, al sur de la ciudad de México; lugar en donde existía una pequeña comunidad que realizaba trabajos pastorales. La hermana Raquel Saravia cuenta que en un periódico mexicano, el Excélsior, se publicó una lista de amenazados de muerte en contra de religiosos y religiosas que se encontraban haciendo trabajo en Guatemala, por lo que tomaron la decisión de salir del país porque “de esos diez que aparecían en la lista, cuando ya pasaron unos tres meses quedábamos cinco” (Comunicación personal, 8 de octubre de 2018).

Según una carta del EGP dirigida “a los cristianos que luchan”, para julio de 1980 el Estado había ejecutado a doce sacerdotes nacionales y extranjeros, así como a cientos de catequistas (Ejército Guerrillero de los Pobres, 1980). Hernández Pico (2014) da cuenta de la vigilancia sistemática hacia la casa de la zona 5 por parte de miembros de las agencias de seguridad del Estado: “de parte de policías no uniformados, pero que no tenían ningún empacho en mostrar claramente la reiteración de sus tareas de amedrentamiento, bien estando todo el día bajo el poste de luz de la esquina, bien dando vueltas a la manzana en el mismo Jeep” (p. 102). Hacerse visibles era parte de las estrategias de intimidación de los militares; con ello buscaban disuadirlos de su cercanía con el movimiento social.

Ante la represión, algunos miembros de la jerarquía religiosa que se habían mantenido al margen con una posición conservadora comenzaron a radicalizar sus posturas; los casos más claros de ello fueron Monseñor Romero en El Salvador19 y Monseñor Gerardi en Guatemala, quien, al estar a cargo de la diócesis del Quiché, tuvo que atestiguar las atrocidades cometidas por el ejército contra la población en general y hacia los religiosos; esto lo llevó a hacer críticas más radicales al gobierno, lo que le valió un atentando en su contra. En el mapa 2 podemos ver cómo se dio el proceso represivo en el Quiché, lo que nos sirve para ejemplificar la situación represiva que vivían los religiosos en Guatemala.

Mapa 2. Represión en la diócesis del Quiché
La diócesis del Quiché. Un caso paradigmático de represión

Fuente: Elaboración propia con datos de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (1998) y de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (1999)

Desde inicios de 1980, varios de los religiosos comenzaron a plantearse salir de los municipios en donde la violencia iba en aumento. Tras el atentado en contra de Monseñor Gerardi, el 19 de julio, los religiosos decidieron cerrar la Diócesis de manera temporal y resguardarse en la ciudad capital a fin de salvaguardar la vida. A principios de 1981, un grupo de misioneros del Sagrado Corazón optaron por regresar para no dejar a la población abandonada; sin embargo, ocurrió el asesinato del padre Juan Alonso. Luego de ello, el trabajo pastoral quedó mayoritariamente en manos de los catequistas locales. Fue ante este escenario que Ricardo Falla planteó su plan pastoral de acompañamiento del que hablaré más adelante.

Opciones dentro de la comunidad

El incremento de la represión y el aumento de la tensión política vivida a principios de los años ochenta llevó a los jesuitas del CIAS a posicionarse, de una u otra manera, frente a los hechos. Por la diversidad de posturas, considero que al estudiarlas podemos tener una clara muestra de la relación movimiento social-iglesia que se vivió en este periodo. Por una parte, encontramos a los sacerdotes que, ante una cruenta realidad, optaron por mantenerse cobijados por la Compañía de Jesús y desde ahí realizar el acompañamiento a los pobres, limitando su participación a lo pastoral.

Cuando la represión arreció, estos miembros tuvieron que buscar otros frentes desde donde pudieran apoyar —en condiciones mínimas de seguridad— pues las oficinas de la zona 5 estaban constantemente vigiladas y sus miembros eran hostigados. Derivado de esto, entre 1979 y 1980, el CIAS de la zona 5 fue trasladado a la comunidad de Bosques de Altamirana, en Nicaragua, en donde se sumaron al proceso revolucionario que se encontraba en gestación. En esta misión se embarcaron Juan Hernández Pico, Ricardo Bendaña Perdomo, Napoleón Alvarado y Ricardo Falla, quien estuvo allí un breve tiempo. Carlos Cabarrús, por su parte, se concentró en El Salvador, en donde desarrolló su investigación Génesis de una revolución: análisis del surgimiento y desarrollo de la organización campesina en El Salvador (1983), la cual es una pieza fundamental para entender el entrecruzamiento entre religión y política en la región. Por su parte, Alfonso Javier Tocino regresó a España, desde donde trabajó en comités de solidaridad. Mientras que César Jerez fungió como provincial de Centroamérica de 1976 a 1983.

Un segundo grupo de la comunidad optó por permanecer en Guatemala pese a la represión. Es en ellos en quienes se centra el presente artículo: Fernando Hoyos, Enrique Corral, Luis Eduardo Pellecer y Ricardo Falla. Los dos primeros emprendieron la opción revolucionaria, involucrándose directamente en la guerrilla, en específico con el EGP, en el que formaron parte de los núcleos de dirección. Fernando Hoyos y Enrique Corral presentaron su renuncia a la Compañía de Jesús, aunque Hoyos murió antes de obtener la respuesta de Roma; hicieron explícita su decisión de sumarse a las filas del movimiento revolucionario y dejar de lado las sotanas. Luis Eduardo Pellecer también formó parte del EGP desde 1980 pero, tras ser detenido y torturado, se convirtió en colaborador forzado del ejército. Su caso se encuentra referido en el informe Guatemala: Nunca más (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998a, pp. 207-209) y resulta sumamente interesante para comprender el abanico de opciones de los religiosos.

Finalmente, ubicamos el caso de Ricardo Falla, quien decidió mantenerse firme en sus postulados de la opción por los pobres y acompañar a las poblaciones y al movimiento social, de manera muy estrecha, en lo que llamó pastoral de acompañamiento. Falla siempre se mantuvo dentro de su investidura eclesial, pese a tener tensiones con la jerarquía.

“Echar la suerte con los pobres de esta tierra”

Fue tras el terremoto de 1976 que los miembros de la comunidad de la zona 5 estrecharon sus lazos con el movimiento social y algunos de ellos —sobre todo Fernando Hoyos y Enrique Corral— comenzaron a tener una doble militancia: una dentro de la iglesia en su compromiso con los pobres que guiaban su trabajo pastoral, y otra con las tareas que realizaban como miembros activos de las organizaciones sociales, es decir, haciendo labores propiamente organizativas que no tenían vinculación directa con la religión. Ambos participaron de manera activa en la fundación del CUC, que vio la luz en 1978, para lo que realizaron procesos de reflexión con los campesinos. Asimismo, fue en aquellos años cuando comenzaron a tener una relación más estrecha con el EGP, lo que marcó el camino para que unos pocos años después se convirtieran no sólo en parte de la estructura sino en miembros de la dirigencia.

Las organizaciones insurgentes vieron en los sacerdotes y en los cristianos un potencial para la lucha revolucionaria; por ello, hicieron un llamado a principios de los años ochenta —tanto de manera directa, es decir, de voz en voz, como a través de sus propias publicaciones— para que se unieran a sus filas. El EGP lanzó en agosto de 1980 una “Carta fraternal a los cristianos que luchan con su pueblo” (Ejército Guerrillero de los Pobres, 1980), en la que hacía un llamado para que se hermanaran con su lucha, aduciendo que “la práctica auténtica de la fe no puede concretarse bajo este régimen y por consiguiente los cristianos tienen sus propias razones para enfrentarlo” (s. p.); en este comunicado dejaban claro que “tienen las puertas abiertas a los cristianos que acepten la guerra popular y que estén dispuestos a asumir alguna de las múltiples tareas que ésta supone” (s. p.).

Por su parte, las FAR publicaron, en enero de 1981, un análisis sobre la iglesia y la teología de la liberación, el cual culminó con un llamado a los cristianos para que “Desarrollen su fe en un verdadero compromiso con los pobres, sus organizaciones de masas y las organizaciones revolucionarias del país” (Fuerzas Armadas Rebeldes, 1981, s. p.) y “Participen activamente en la revolución en la única forma que hoy es posible: colaborando o militando en una organización revolucionaria, cualquiera que sea” (Fuerzas Armadas Rebeldes, 1981, s. p.). Ambos comunicados dan cuenta del reconocimiento de los religiosos como actores clave, así como de una comprensión de sus principios básicos como la opción por los pobres. Paralelamente, el ejército comenzó a sacar folletos en los que llamaban a los cristianos a no unirse al comunismo ni a las organizaciones guerrilleras.20

El proceso de radicalización fue un sentimiento compartido por varios miembros del CIAS, quienes cuestionaron algunos principios de la Iglesia, como narra Hernández Pico (2014): “A no pocos de nuestros compañeros, la Resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos les pareció ‘opio del pueblo’, es decir, un analgésico para poder soportar los sufrimientos producidos por las injusticias de este mundo, pero sin quitarlas” (p. 132). Las condiciones de precarización, desigualdad e injusticia vividas por la gente resultaban incongruentes con la riqueza de la Iglesia y su alianza con las clases altas. El conservadurismo de la jerarquía romana y de algunos miembros de la jerarquía eclesial guatemalteca, como Mario Casariegos, fueron determinantes para que algunos sacerdotes optaran por separarse de la institución.

Ricardo Falla hizo, en entrevista, una clasificación de las formas de participación dentro del grupo: “había unos que estaban más orientados a la acción política, como eran Fernando, Enrique, otros jóvenes que luego se fueron al Salvador y se vincularon con el FMLN. Ésa era un ala” (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017). Además, señala,

estaba otro grupo, más orientado hacia el “trabajo de investigación”. Entre unos y otros, la guerrilla supo diferenciar esta combinación de sentidos de ser religioso en aquel tiempo: a ellos [los de la acción política] los buscó la guerrilla primero para atraparlos. Ellos eran organizadores y querían gente, entonces, claro, a la guerrilla le interesaba más eso. A nosotros no, hablaban y todo, pero no, porque no les éramos [útiles]. Nosotros teníamos libros, les interesaba platicar, pero [nada más]. (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017)

Así es como Falla explica cómo esos caminos fueron separándose: “Yo creo que eso fue, que ellos se vincularon orgánicamente; nosotros no, tal vez por el tipo de trabajo. Ésa puede ser una explicación, otra puede ser de fe. Ellos eran más jóvenes, nosotros éramos un poco más grandes que Fernando o que Enrique” (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017).

Falla señala aquí varias cuestiones. Por un lado, nos habla de que la propia guerrilla prestó más interés a estos personajes, causa que atribuye tanto a la diferencia de edad como a un tema de carácter o de carisma, como señala él mismo. Esta diferenciación pudo verse atravesada también por la procedencia de ambos sacerdotes: Hoyos y Corral, quienes, al llegar a Guatemala provenientes de España, vieron una realidad social y política que les resultó sorprendente, indignante y, a la vez, inspiradora, a tal punto que ambos decidieron optar por la nacionalidad guatemalteca en 1975. Esta fascinación por la realidad centroamericana les pasó a muchos internacionalistas que arribaron a la región para sumarse a la lucha revolucionaria pues sentían que, a través de ella, era posible el cambio. Tanto Hoyos como Corral fueron a Guatemala cautivados por una realidad que les permitía poner en práctica la concepción de la fe que profesaban; sintieron que era ahí donde podían llevar a cabo con congruencia la opción por los pobres.

Por otro lado, Falla nos habla del tema de la fe, que resulta polémico en estos personajes pues, al tomar la decisión de separarse de la Compañía de Jesús, podría pensarse —y algunos miembros de la Iglesia así lo hicieron— que estaban renunciando a su fe cristiana. Sin embargo, ambos fueron muy enfáticos en señalar que la decisión de dejar la Compañía no tenía que ver con esto, sino con una determinación de dar un paso más en la lucha. Enrique Corral lo planteó en estos términos en una entrevista:

Toda la experiencia religiosa me impulsó, toda la historia, con la lectura, pues, de la liberación y del compromiso social; pero llegó un momento donde los símbolos religiosos, la celebración religiosa, las relaciones religiosas con esa connotación, como que fue un hábito que me lo quité, porque no lo necesitaba. (Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010)

En cambio, apunta Corral: “tenía suficientes motivos, razones, sustento ideológico —que era la situación de Guatemala, la aspiración de su liberación—, como para recurrir a elementos simbólicos religiosos” (Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010). Es allí donde se opera ese cambio para él, pues encuentra en la lucha revolucionaria un camino para continuar su búsqueda de justicia; en tanto que el papel de religioso quedaba en segundo plano: “celebrarlo como una fe y el soporte de mi motivación en mí desapareció; fueron los motivos más de la fraternidad convertida en el débil, en el hermano, el perseguido que aspira y ve una oportunidad de liberarse socialmente, políticamente y recuperar sus derechos como pueblo” (Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010).

Enrique Corral fue el primero en separarse de la Compañía de Jesús, en 1978, para integrarse al EGP. Corral era español de nacimiento, hijo de padres campesinos de la Rioja. Llegó a Guatemala con apenas veintiún años para hacer sus prácticas de magisterio en el Liceo Javier, un colegio jesuita de clase alta, lo que le permitió el acercamiento con esa cara de la realidad guatemalteca; ahí pudo atestiguar “cómo vivían, qué acumulación tenían, ahí sí, del sudor de la gente, cómo vivían sus hijos, qué estándares de consumo tenían, qué actitud ante el resto” (Enrique Corral, Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010). Esto coadyuvó a profundizar el planteamiento crítico de la Iglesia de trabajar al lado de los oprimidos para alcanzar las transformaciones sociales.

Corral regresó a Europa para terminar su formación en teología en la Universidad de Lovaina (Bélgica), caracterizada por ser un centro de estudios críticos con posturas progresistas. Fue ahí donde cruzó su camino con Fernando Hoyos. Ambos se trasladaron después a la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), en donde conocieron a Ignacio Ellacuría, quien contribuyó a su formación y orientación hacia la iglesia de los pobres.

Corral volvió a Guatemala a principios de los años setenta y se sumó a la puesta en marcha de la comunidad de la zona 5, combinando trabajos de alfabetización y formación en las comunidades y un acompañamiento a los procesos organizativos; a raíz de esto, las propias poblaciones lo invitaron a sumarse al movimiento revolucionario: “en el Altiplano indígena, la gente veía que la solución que los empoderaba, que les daba posibilidades, era la estrategia político militar y es a la que nos invitaron” (Enrique Corral, Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010). A partir de allí, se desarrolló el proceso de inserción en lo que iba a ser este nuevo camino, el camino de las armas: “nosotros con nuestra experiencia fuimos asumiéndola [la estrategia político militar], argumentándola y, sí, efectivamente apoyando las filas con muchos vínculos sociales que teníamos” (Enrique Corral, Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010).

Fue así que, junto con Hoyos, Corral se sumó, entre 1977 y 1978, a la fundación del CUC; un año después tomó la decisión de integrarse de lleno al EGP. Para él, su pertenencia a la Iglesia se fue haciendo como un corsé que no le permitía llevar a cabalidad su opción por lo pobres; sintió que era preciso subir la apuesta de la esperanza en pos de transformar la realidad circundante y optó entonces por formar parte de la revolución pensada como misión trascendental: “llegó un momento en que ya la vida guerrillera, la vida al límite porque ésa es la expresión encarnada de lo que los cristianos llaman entregar la vida por alguien” (Enrique Corral, Comunicación personal, 20 de septiembre de 2010). Esta idea de entrega sacrificial, que tiene raíces en el cristianismo, estuvo sin duda presente en la ideología revolucionaria pues, aunque la meta era por la vida, había una idea recurrente de que estaban dispuestos a dar la vida por la revolución en un acto heroico. En este sentido, los mártires caídos en combate se convirtieron en una especie de santo secularizado cuyo ejemplo servía para enaltecer la lucha, envuelta en una lógica de misión trascendental.21

El otro integrante de la comunidad de la zona 5 que decidió integrarse de lleno a la lucha revolucionaria fue Fernando Hoyos. Nació en Galicia, España, dentro de una familia acomodada. Llegó a El Salvador en 1967, con veinticuatro años; se dedicó dos años a impartir clases en el seminario de San José de la Montaña; aquél fue su primer contacto con la realidad social centroamericana. Volvió a Europa para terminar sus estudios en Lovaina y Madrid. Posteriormente, fue enviado a Guatemala a finales de 1972 a hacer su cuarto año de teología; decidió quedarse de manera definitiva e integrarse a la formación de la comunidad de la zona 5. Realizó trabajos pastorales con campesinos de Chimaltenango, Quetzaltenango, Escuintla y Ciudad de Guatemala. Su contacto con la gente le hizo darse cuenta de la inmensa pobreza que asolaba el país; atestiguó la injusticia y esto despertó en él la necesidad de luchar contra la opresión en varios frentes. Realizó capacitaciones y acompañamiento en las comunidades campesinas; a través de la educación popular, fueron tejiendo juntos los análisis de la realidad circundante, lo que derivó en la fundación del CUC.

Fernando Hoyos quedó al frente de la comunidad de la zona 5 luego de que César Jerez asumiera el provincialato en 1976. Al tomar la dirección, promovió cambios en la orientación del CIAS; durante una reunión realizada con todos los miembros de la comunidad, establecieron que, en vez de centrarse en “investigación y diseño de modelos nuevos de desarrollo, debíamos investigar la realidad de nuestros países y poner el resultado de nuestras investigaciones al servicio de las organizaciones populares revolucionarias” (Hernández Pico, 2014, pp. 97-98). Así se marcó la pauta para tener una relación más cercana con las organizaciones sociales y con las organizaciones insurgentes que en ese momento se encontraban en crecimiento: las FAR, la ORPA y, sobre todo, el EGP, con el que se tenía ya una estrecha relación por su cercanía con las poblaciones.

Esta aproximación con el movimiento revolucionario provocó que la represión en contra de los religiosos aumentara; de ahí el intento de secuestro de Hoyos en 1977, el cateo por parte del ejército a la oficina en 1981 (Hernández Pico, 2014, p. 27), así como el constante hostigamiento que llevó a la escisión de los caminos entre los miembros de la comunidad.

Fernando Hoyos tomó la decisión de sumarse a la guerrilla del EGP a principios de los ochenta, primero en la ciudad de Guatemala, después en las montañas de Quiché y Huehuetenango, con el sobrenombre de comandante Carlos (Falla, 2008). Hernández Pico (2014) afirma que uno de los factores que contribuyó a esta decisión fue la decepción que tuvo Hoyos frente a la institución luego de asistir a una reunión de directores de las CIAS en Roma: “la posición romana le pareció ajena a su sensibilidad y tal vez equivocada, sobre todo desde el profundísimo compromiso de Fernando con los pueblos indígenas de Guatemala, tratados secularmente con desprecio racista y, en aquellos años, aún oprimidos y empobrecidos en su gran mayoría” (p. 19).

La ruptura de Fernando Hoyos con la Iglesia no se debió a un tema de fe en sí, sino en todo caso a una distancia con la institución. De manera similar a lo narrado por Enrique Corral, Hoyos afirmó en su momento que esta decisión, lejos de representar una contradicción, era el camino natural porque así cumplía con su compromiso como religioso, que era estar al lado del pueblo. En 1981, Hoyos envió una carta a la Compañía de Jesús en donde se distanciaba de ellos y pedía su salida; afirmaba: 

La Compañía de Jesús era un instrumento para mí en la lucha revolucionaria, como forma de aportar en la liberación definitiva de nuestro pueblo. Instrumento que fue muy importante para mí durante muchos e importantes años de mi vida. Pero hoy, encuentro otro camino, mi participación en el EGP. Que me ayuda más a realizar el objetivo de mi vida. (Hoyos de Asig, 1997, p. 98)

Con esta carta, Hoyos dejó ver que su esperanza en la tarea de transformación seguía intacta y era aún más fuerte, por lo que lo único congruente para él era llevarlo a la praxis a través de la experiencia revolucionaria, aunque esto significara dejar los votos. “Mi decisión está tomada después de pensarlo suficientemente, es el resultado de un proceso de evolución y el fruto de la exigencia del momento de la lucha revolucionaria de nuestro pueblo […] doy este paso con toda la decisión, alegría y esperanza” (Hoyos de Asig, 1997, p. 97). Esto no significa que Hoyos haya renunciado a la fe, sino que la redirigió hacia el movimiento insurgente.

Como él mismo señaló en 1980 en la revista Por Esto, dirigida por Mario Meléndez: “es imposible hacer la revolución sin el fusil, sin las armas […] el fusil es para dar vida, no es en primer lugar para matar, sino es para dar vida al pueblo” (Hoyos de Asig, 1997, p. 191). Su hermana apunta que él estaba “convencido de que la guerra popular era el único camino para luchar por el pueblo y junto al pueblo” (Hoyos de Asig, 1997, pp. 29-30). Y en ella dio la vida:

Fernando Hoyos murió ahogado el 13 de julio de 1982, a los treinta y nueve años, luego de caer a un río cuando se escondía de los Patrulleros de Autodefensa Civil. A su lado murió Chepito Ixil, un niño ixil de entre 13 y 14 años de edad. Sus cuerpos nunca fueron encontrados.22

El caso de Luis Eduardo Pellecer

Luis Eduardo Pellecer Faena, conocido como el Cuache Pellecer, fue un jesuita guatemalteco que trabajó en México, El Salvador, Nicaragua y Guatemala. Pellecer estudió el bachillerato en ciencias y letras en el Liceo Guatemala, estudió ingeniería y filosofía en México y realizó sus estudios de teología en el Centro de Reflexión Teológica de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) en El Salvador, bajo la dirección de Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, donde fue ordenado sacerdote en 1976. Luego de esto se trasladó a Guatemala; allí se integró a la Comunidad de la zona 5 en 1977 y se sumó a las labores religiosas y sociales que realizaban en el CIAS.

Su trabajo se concentró principalmente en la capital; hacía acompañamiento pastoral en las comunidades, labores de alfabetización, mediación de grupos de estudio sobre la realidad y brindaba apoyo en las distintas tareas que la población iba solicitando. Todo esto se hacía con una postura liberadora, siguiendo en buena medida el enfoque metodológico de Paulo Freire. Al igual que Fernando Hoyos y Enrique Corral, trabajó de la mano con el movimiento social y comenzó a tener contacto con la guerrilla del EGP desde finales de los setenta; se integró a ella en 1980. Su labor se concentró sobre todo en el trabajo urbano (Hernández, 2014).

El 8 de junio de 1981, Luis Eduardo Pellecer fue secuestrado; según testimonios incluidos en el informe Guatemala: Nunca más (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998a), fue herido al momento de la detención. Estas mismas fuentes señalan que fue torturado por las fuerzas de seguridad del Estado, bajo el cargo del coronel Francisco Ortega Menaldo, quienes le aplicaron torturas tanto físicas como psicológicas con el fin de convertir su identidad.

Pellecer permaneció como detenido desaparecido por tres meses, hasta que fue presentado de manera pública el 30 de septiembre mediante una conferencia de prensa televisada en la que hizo una “confesión”; afirmaba haberse entregado por voluntad propia y estar arrepentido. En esta conferencia, el padre habló sobre el trabajo realizado en El Salvador, Nicaragua y Guatemala y señaló la participación de varios jesuitas que habían sido compañeros suyos y que se encontraban militando en el movimiento revolucionario, en específico en el EGP, en donde él respondía al seudónimo de Marcos (Prensa Libre, 1981).

Esta conferencia fue un duro golpe para el resto de los miembros de la comunidad, quienes, además de vivir la angustia inicial por el secuestro de Pellecer, ahora se encontraban frente a estas declaraciones. En una carta del 7 de octubre de 1981, Fernando Hoyos le cuenta a su familia sobre este hecho:

En estos días traicionó a nuestra organización uno que había sido colaborador de la misma: Luis Pellecer, jesuita, quien, entre otras declaraciones, nos delató a Enrique y a mí. El enemigo ya sabía todo esto, pero es una prueba más que nos hace cada día más buscados por el enemigo, como lo hemos sido hace años. Así es la guerra, aunque no nos guste y sólo la hayamos escogido por necesidad y como única salida para un pueblo que sólo pide paz e igualdad. Pellecer fue secuestrado y torturado bárbaramente (no es cierto que él se entregara). Las torturas debieron ser tan grandes que tardaron en presentarlo al público tres meses o más para componer todo lo que sin duda le habían hecho. Pero se quebró en la tortura y traicionó. No nos toca a nosotros juzgarlo, pero sí es un gran dolor, al menos para mí. Pero también esto es parte de la guerra y no nos queda sino aceptarlo y caminar con más fuerza hacia adelante. (Hoyos de Asig, 1997, p. 102)

En esta carta, Hoyos toca un punto profundamente sensible; lo que él llama “la traición”. Se pregunta cómo poder juzgarla y con qué herramientas se resiste a ella, a sabiendas de que la tortura podía ser desgarradora: la amenaza de la muerte de los cercanos, la manipulación psicológica, la violencia infringida sobre los cuerpos. Evidencia también que, pese a tener conciencia de que éste era un destino posible para quienes luchaban, no contaban con recursos suficientes para sobrellevar algo así. “Duele que un compañero se convierta en traidor, pero es parte de la guerra y la debilidad humana y así hay que comprenderlo, no para amargarse, sino para ver cómo nos vamos superando cada día” (Hoyos, 2008, p. 108). Abunda en esto en una carta dirigida en octubre de 1981 a su compañero más cercano de vida, Enrique Corral:

Hoy sufro pensando en lo que estará pasando nuestro queridísimo compañero Edgar, tiemblo sobre todo ante la posibilidad de volver a oír entre el frío, la voz de la radio diciendo que tienen una noticia de bomba, para luego anunciar la traición de un compañero del EGP, como en el caso de Marcos.23 Ojalá no sea así, pero en la guerra y en el corazón humano, todo cabe, y yo prefiero no juzgar más que a los héroes que como Andrés, dejaron la vida sin decir palabra. Pero hoy las tácticas enemigas y las presiones, son otras y no sabemos que resultará. (Hoyos, 1997, p. 103)

Durante la guerra, el ejército usó diversas tácticas y estrategias para torturar a los detenidos políticos y con ello obtener información sobre otros cuadros, generando cadenas de captura. Pellecer es uno de los casos paradigmáticos pues, en la declaración pública que hizo frente a la prensa y la televisión, realizó señalamientos explícitos en contra de sus compañeros, lo que tuvo serias consecuencias para los miembros de la organización y sirvió para alimentar el discurso en contra de los religiosos, a quienes acusaban de manipular a las poblaciones para ponerlas al servicio de las guerrillas.

La tortura psicológica, según los informes de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (1998) y de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (1999), fue una de las estrategias implementadas por el ejército para hacer colaboradores a los detenidos. Pellecer, junto con Carlos Humberto Quinteros García, El Hombre Lobo,24 son los dos casos más claros del éxito de esta táctica. El objetivo del ejército era que se generara una cadena de detenciones a través de los señalamientos entre compañeros, quienes eran forzados a colaborar con el ejército, lo que, además de representar pérdidas para la guerrilla, instaló un sentimiento de profunda desconfianza al interior de las organizaciones. Con Pellecer inauguraron además la estrategia de mostrarlos ante las cámaras como sujetos arrepentidos para llamar a sus compañeros a abandonar la lucha o entregarse; buscaban así generar, por un lado, el desencanto del proyecto guerrillero para nuevos miembros y, por otro lado, romper la cohesión interna de las organizaciones. Acorde a esta estrategia, también se repartieron folletos con caras de excombatientes presuntamente arrepentidos.

Algunas de las torturas a las que fueron sometidos los detenidos políticos han sido denunciadas en los juicios que en los últimos años se han presentado en Guatemala para exigir justicia,25 aunque aún queda mucho por esclarecer. En el paradigmático caso de los Molina Theissen,26una testigo dio cuenta de lo sucedido con Pellecer:

La testigo dijo que huyó de Guatemala con la ayuda de unos sacerdotes jesuitas. Ellos le contaron que el sacerdote Luis Eduardo Pellecer Faena, quien era miembro del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y había sido capturado, llevado al Hospital Militar, y obligado a dar una conferencia de prensa exhortando a sus camaradas a poner fin a la lucha. También le dijeron que el dentista que atendió a Pellecer antes de la conferencia de prensa, así como el sacerdote del hospital, fueron asesinados para borrar cualquier evidencia de la presencia de Pellecer en el Hospital Militar. Esa información es relevante para el actual caso, ya que los militares presuntamente planeaban forzar a Emma Molina Theissen a realizar una conferencia de prensa televisada en la que pidiera a sus camaradas parar su lucha. (Burt y Estrada, 2018)

El informe Guatemala: Nunca más coincide en señalar que el secuestro del padre Pellecer tuvo consecuencias de vida, no sólo para los propios revolucionarios, sino para algunos colaboradores del propio ejército pues, según algunos testimonios, en el camino fueron asesinados tres odontólogos que trabajaron en la reconstrucción dental de Pellecer —quien había sido desfigurado por las torturas—, así como el sacerdote Carlos Pérez Alonso, quien era capellán en el Hospital Militar y había atestiguado la convalecencia de Pellecer (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998, p. 208).

Después de la declaración pública de Luis Eduardo Pellecer, fue presentado en televisión Emeterio Toj Medrano, dirigente indígena k'iche' del CUC que trabajaba sobre todo en el Quiché. Toj fue secuestrado un mes después de Pellecer, el 4 de julio de 1981; mientras estuvo detenido, fue sometido también a múltiples torturas;27 tras varios meses y distintas presiones, lo llevaron a declarar de manera pública, frente a la televisión, el 22 de octubre. Sin embargo, al escucharlo, sus compañeros dudaron sobre la autenticidad de la declaración. Fernando Hoyos (2008) escribe al momento de escucharlo: “Un dirigente indio, un amigo y un compañero de muchas horas, semanas y años de camino, ha traicionado, ¿será la más acertada la palabra traidor? Creo que no. En todo caso, no puedo yo juzgarlo. […] ¿Qué estás pensando ahora, Emeterio, qué te hicieron? Sin duda piensas en nosotros y en tu pueblo, aunque digan que estás traicionando” (p. 109).

Al mes de haberse presentado públicamente, Emeterio Toj se escapó de la prisión y, tras varias peripecias, se reconectó con sus compañeros, quienes dudaron un tiempo de él, pero finalmente lo reintegraron al movimiento revolucionario. Después de este regreso, Hoyos (2008) confirma su sentir al respecto de este compañero:

Algo debió fallarles. Por momentos sentí que te acercabas a mí y me sonreías, sentí que enviabas un mensaje a todos que nos decía “No estoy traicionando, no lo crean”. Y no lo creo, no te apenas. Sé distinguir a los traidores de los que no lo son. Algo les falló contigo, tal vez creyeron haberte quebrado, pero pudo más tu conciencia. Seguimos siendo compañeros. (p. 109)

Al charlar con el padre Ricardo Falla sobre este caso, nos explicó una interesante hipótesis sobre la diferencia entre ambos personajes:

Es cosa de identidades, a nosotros unos psicólogos nos dijeron que así funcionaba, que tenía como una primera etapa, después de secuestrarlo, lo encierran en un cuarto, no ve la luz de día, no sabe cuándo es de día, cuándo es de noche, está encerrado, lo desvinculan, con el tiempo y con el espacio. Una segunda etapa es desvincularlo de su identidad, entonces viene la tortura fuerte, pero en esa desvinculación de tu identidad respetan una identidad que no te tocan, que puede servirte de puente y al cuache Pellecer le tocaron la identidad de jesuita y de revolucionario, pero no le tocaron la identidad familiar. Y ya después la tercera etapa ya es cuando viene y te arropan y te dan de comer, ya estás cambiado. No es que se te borre el cerebro, sino que lo que veías blanco lo ves negro, cambia tu identidad y ya la cuarta etapa es aprender lo que vas a decir en público. A Emeterio Toj, a él lo secuestraron poquito después y a él le tocaron la identidad revolucionaria, pero no le tocaron la identidad indígena, y esa misma identidad le sirvió a él para tener la fuerza para escaparse. Todo eso va junto, resistencia, esperanza, fe, amor, amor al pueblo, es lo que te da la fuerza. (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017)

No podremos saber nunca con exactitud qué pasó por la psique de Pellecer luego de la tortura, qué lo llevó a señalar a sus compañeros de congregación y de militancia, pero sí podemos saber que el vínculo que mantuvo fue el familiar, que permaneció fuerte hasta sus últimos días. Falla nos contó también que Pellecer ya había tenido una ruptura con su pertenencia jesuita antes de la detención: él había flaqueado ya, digamos, en su identidad con la compañía de Jesús. Según Falla, se había trastocado su sentimiento de pertenencia:28

Él se había enamorado mucho en Nicaragua y volvió aquí a Guatemala y nos dijo que se iba, y entonces César Jerez, que entonces era provincial y que había sido de la zona 5, le dijo: “espérate, piénsalo más”. Y después se enteró de que la muchacha se había ido con otro, entonces desistió por un tiempo. Después lo secuestran, yo pienso que no estaba ya tan convencido, no estaba ya para aguantar la tortura. (Ricardo Falla, Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017)

A partir de su liberación, varias fuentes señalan que Pellecer se mantuvo como colaborador del ejército y que fue una pieza clave para ellos. Debido a lo delicado del tema, es difícil rastrear su historia con detalles; sin embargo, existen testimonios de informantes, entre ellos algunos militares y exmilitares, que afirman haber sido formados por Pellecer. Sobre ello da cuenta el informe Guatemala: Nunca más: “Él se convirtió en nuestro maestro, a él le debemos muchos de nuestros éxitos contra la subversión, incluso a nivel personal de nuestra formación” (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998a, p. 209). Otro testimonio señala: “el padre Pellecer me dio clases a mí, en el curso de inteligencia, acerca del manejo de la publicidad en los medios de comunicación” (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998a, p. 209).

Por su parte, Manolo Vela Castañeda (2009) recoge el testimonio del oficial César Calderón, quien, además de alabar la inteligencia del sacerdote, afirma que fue una pieza clave para la lucha contrainsurgente: “él reorienta todo, enseña a hacer análisis, explica cómo es cada una de las situaciones […] De ahí empieza todo, la situación a reestructurarse. Antes de eso no teníamos posibilidades” (p. 294). Lo que estos testimonios nos indican es que el padre Pellecer no sólo realizó las declaraciones frente a la cámara, sino que verdaderamente atravesó un proceso de conversión: se alió con el ejército en la lucha contrainsurgente, puso a su disposición tanto su conocimiento sobre las organizaciones como las herramientas analíticas que había puesto antes al servicio de la revolución.

Acompañar sin perder los votos

El último caso paradigmático que me interesa exponer es el del padre Ricardo Falla, quien de alguna manera logró mantener un doble compromiso. La cuestión clave con él fue que, si bien acompañó a las poblaciones y por tanto estuvo cerca de la guerrilla, no militó como tal dentro de sus filas, sino que priorizó su pertenencia a la institución religiosa, aunque esto implicara acatar algunas órdenes y tener numerosas fricciones con la estructura. La confrontación más grande fue su denuncia de la violencia atroz que estaban ejerciendo las fuerzas militares, lo que lo llevó al Tribunal de los Pueblos en 1983.

Ricardo Falla es guatemalteco de origen; nació en 1932 y pertenecía a la clase alta de su país. Según narra en su autobiografía, Historia de un gran amor (2006), su proceso de politización comenzó cuando fue a colaborar con trabajadores españoles de la construcción. Este encuentro lo hizo más sensible a la realidad social de su entorno, por lo que, al volver a Guatemala, fue acercándose más a las poblaciones, a las que dedicó su investigación doctoral: una tesis sobre la conversión religiosa en el departamento del Quiché con la que obtuvo el grado de Doctor en Antropología Cultural en la Universidad de Texas en 1975. La investigación fue publicada en 1980 con el título Quiché Rebelde; es una obra clave para adentrarse en la composición social de una comunidad maya del Altiplano guatemalteco, así como para entender el desarrollo de la Acción Católica en el país y la creación de cooperativas y de ligas campesinas que fueron parte del proceso organizativo de la región (Falla, 1995).

Ricardo Falla fue uno de los fundadores de la comunidad de la zona 5, en donde estuvo como superior; para ese momento, era el mayor del grupo y, por lo tanto, quien contaba con más experiencia tanto en la labor sacerdotal como en el trabajo con la gente. Ricardo Falla fue, junto con César Jerez, una especie de guía y consejero para los compañeros de la comunidad. Tras el triunfo de la revolución sandinista, Falla se trasladó por un tiempo a la comunidad de Bosques de Altamira en Nicaragua; allí, junto con otros, apoyó el proyecto revolucionario.

Ante el incremento de la represión en Guatemala, Falla decidió volver a su tierra: en 1981 presentó una propuesta de plan pastoral para trabajar de manera cercana a las comunidades. Los jesuitas y el superior provincial César Jerez le dieron luz verde, pero le advirtieron “que no se mezclen en esas cosas de armas” (Falla, 2006, p. 15). Con esto en mente, Falla regresó a Guatemala en 1982.

Este plan pastoral consistía, a grandes rasgos, en hacer el trabajo netamente pastoral y sacerdotal a través de las liturgias; sin embargo, también incluía dar acompañamiento en la autodefensa de la población29 y servir como medio de denuncia pues, según Falla (2006), era “derecho de la población civil en su opción revolucionaria a ser acompañada por el servicio pastoral de la iglesia a la que pertenecen” (p. 16); para lograr este trabajo, Falla indica que era necesario coordinarse por un lado con el obispo y por otro con la propia guerrilla.

Para poder ser un puente y hacer las denuncias de las atrocidades, Falla y sus compañeros establecieron que saldrían cada determinado tiempo para dar cuenta de lo que se estaba viviendo en la montaña. Su primer acto de denuncia fue establecer comunicación con un periodista del New York Times, Alan Riding, para darle el testimonio de lo ocurrido y ponerlo en contacto con las víctimas de la violencia;30 con esto buscaban romper el cerco de información que el gobierno había impuesto tanto a nivel internacional como al interior del país, pues incluso en la capital se sabía muy poco de lo que estaba pasando en los departamentos. Esa misma búsqueda por contar la verdad acerca de la violencia política fue la que llevó a Falla a denunciar lo que sucedía en Guatemala ante el Tribunal de los Pueblos en 1983 en Madrid.

Falla no tomó la opción armada, pero estuvo del lado de las Comunidades de Población en Resistencia,31 a las que les dio aliento para sobrevivir ante la hostilidad, siempre desde una perspectiva de fe. Estuvo a su lado en el peregrinaje, huyendo de los militares, lo cual constituyó todo un aprendizaje: “allí no éramos la iglesia que ayuda al pueblo con víveres, con clínicas, con viviendas, con tierras, con denuncias, etc. Éramos la iglesia diminuta que no hacía por ellos más que estar con ellos y seguirlos, recibiendo de ellos comida y protección, no dando nada más que la presencia, si esto algo valía” (Falla, 2006, p. 33). Debe señalarse que este acompañamiento espiritual a las comunidades no fue menor, sobre todo en el momento en el que llegó Falla, cuando la represión había convertido la vida cotidiana en una huida constante, una trinchera en la que había que estar siempre alerta para no morir.

La religión y la fe muchas veces dieron a la población una fuerza esperanzadora para soportar la lucha pues concebían la persecución que estaban viviendo como un acto similar a la persecución sufrida por Jesucristo, lo que daba al pueblo el valor para resistir la represión. Esto significó para la población el sostenimiento de la esperanza en el porvenir, por la cual valía la pena continuar luchando; al mismo tiempo, le daba certeza al propio Falla sobre su vida pues se sentía protegido: “yo tenía mucha confianza en la gente, me daba confianza la gente, me daba confianza porque los veía con experiencia, porque la autodefensa era casi una ciencia” (Ricardo Falla, Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017).

Ese acompañamiento mutuo servía como fuerza moral. En varios momentos Falla les contaba las historias de la Biblia y las comparaba con la lucha de los pueblos: “Desde entonces fue evidente que las lluvias del diluvio eran las masacres del ejército, que el arca era la santa montaña, que la fe de Noé era la misma fe de los que entraron a la selva [...] Noé era ejemplo de que saldríamos de la montaña algún día, como él había salido del arca con vida” (Falla, 2006, p. 71).

Sin embargo, había momentos en los que la realidad era demasiado cruenta como para escuchar los relatos: “en la tarde celebramos una misa con el tema de Judit, el prototipo de la resistencia, pero la gente estaba muy cansada, se dormía sentada y algunos temblaban de frío ante el paludismo” (Falla, 2006, pp. 31-32). La vida cotidiana en la montaña fue una constante lucha por la sobrevivencia; tenían que estar alertas siempre por si el ejército preparaba una emboscada; debían sobrellevar el hambre, las enfermedades, las inclemencias del clima y el dolor por los que ya no estaban.

En una entrevista de Mario Méndez Rodríguez (1981, p. 8) para la revista Por Esto, el sacerdote irlandés Donald Mackenna afirmaba, desde el Frente Ho Chi Minh del EGP: “Volveré a oficiar misa cuando haya algo que celebrar en este país envuelto en una guerra sangrienta”. En esto coincide Ricardo Falla al preguntarle sobre la celebración de la liturgia durante su vida en la montaña:

Celebrábamos la misa muy poco porque la ceremonia y los ritos son productos de cuando hay, la religión es producto de cuando hay. No había tiempo para la misa, nos costaba juntar a la gente, los bautizos, no era gente tan ritualizada. Ahí no, muy desnuda la religión, más fina, más pura. Porque la religión es un elemento de engaño, ¿no? Otra cosa es la fe pura. (Ricardo Falla, Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017)

Sin duda, esta gente tenía una profunda fe y una esperanza bien honda, no sólo por los grandes paradigmas de la revolución o de Dios, sino por el simple hecho de sobrevivir, de pensar —para ponerlo en términos de Bloch (2006)— que ésta no era la única realidad posible, sino que había algo más allá. Además de esto, la religión católica reforzaba el vínculo de la comunidad como el sostén indispensable para soportar los ataques del gobierno; el sentimiento de nosotridad32 y la fuerza de la colectividad les daba también la esperanza para continuar.

Por otro lado, el tener la religiosidad en las filas de la guerrilla, lejos de entrar en contradicción con los principios esenciales de la revolución, les permitía tener más cohesión. Ricardo Falla lo plantea de manera abierta:

yo creo que para la guerrilla nosotros, tener a los religiosos, éramos como un momento de esparcimiento para la gente, que la gente tenga eso, que no busque la alegría religiosa en otro lado. La guerrilla nos permitió estar ahí, porque la gente creía, nos permitió y nos facilitó la entrada y nos apoyó. Era una guerrilla, no era cristiana, no era como el ELN —bueno yo no sé cómo será— donde un cura fue el jefe, pero no era así, sino que era abierta al fenómeno religioso, porque veía que de la religión había apoyo para la lucha, una concepción distinta de no considerar a la religión como el opio de los pueblos. (Comunicación personal, 22 de diciembre de 2017)

De esto se desprende con claridad que sí hubo un acercamiento directo de Ricardo Falla a la guerrilla, pero no de la misma manera en la que lo tuvieron Fernando Hoyos, Enrique Corral o Luis Eduardo Pellecer, puesto que Falla nunca fue parte orgánica del EGP. Su vínculo es definido por él mismo como una colaboración: “No fui ni miembro civil, ni menos combatiente. Colaboré con la revolución porque era el camino concreto que muchos vimos entonces para la liberación de nuestros pueblos” (Falla, 2015, p. XXI). Su forma de colaborar fue como sacerdote, acompañando a las comunidades, y como antropólogo, haciendo etnografía sobre la población con la que trabajaba la guerrilla.

Ricardo Falla acompañó a las poblaciones del Ixcán entre 1983 y 1984, en donde recopiló testimonios sobre lo que estaban viviendo. Éstos fueron sistematizados y analizados con detalle; sin embargo, no se publicaron en su momento pues, como señala, “entonces era muy peligroso publicar en detalle la realidad de la guerra que se libraba en las esquinas del territorio guatemalteco, no sólo para el autor, sino para las personas y organizaciones implicadas” (Falla, 2015, p. XXXV). Estos testimonios vieron la luz en fechas recientes, gracias a una recopilación que hizo el padre Falla (2015). Falla volvió a internarse con las CPR de 1987 a 1992, cuando, forzado por la violencia, tuvo que salir por motivos de seguridad. En ese último año publicó el famoso texto Masacres de la selva (Falla, 1992), en el que narra de manera detallada la violencia sufrida por las poblaciones.

Falla se exilió a Honduras, en donde realizó trabajo pastoral y fungió como director del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC) en El Progreso, Yoro, de 1994 a 2001. Desde Honduras escribió varios textos sobre su experiencia en el Ixcán, así como del conjunto de la realidad centroamericana. La firma del tratado de paz ocurrió mientras él estaba en este país vecino; desde ahí reflexionó sobre las expectativas de la transición. Regresó a Guatemala en 2001 y fue asignado a una parroquia en el pequeño pueblo de Santa María Chiquimula en Totonicapán, en donde reside hasta la fecha, siempre cercano a la población. Mantiene activa una doble labor entre el sacerdocio y la investigación pues, a sus casi noventa años, sigue siendo un fructífero escritor cuyas obras nos ayudan a comprender la compleja historia de la guerra en Guatemala.

Conclusiones

Los cuatro casos paradigmáticos presentados en este artículo nos sirven como una referencia en lo micro de los diversos caminos que se trazaron ante el escenario de la guerra. En un tiempo de ruptura en el que fue preciso tomar decisiones, los religiosos se vieron en la encrucijada de determinar qué hacer frente a las injusticias que atestiguaban. Dentro de la institución eclesial, hubo quienes optaron por quedarse callados y mantenerse al margen, o incluso por aliarse con los grupos de poder; sin embargo, los jesuitas de la comunidad de la zona 5 decidieron actuar frente a la cruenta realidad y se posicionaron de una u otra manera frente a ella, buscando ser lo más congruentes posible con los principios teológicos que profesaban.

La comunidad de la zona 5 fue un proyecto propio de su tiempo, resultado tanto de las transformaciones que se estaban suscitando al interior de la Iglesia y de la Compañía, como de la realidad contextual. Fue un proyecto pleno de utopías y sueños de transformación en el que se cruzaron la fe religiosa, la esperanza en el cambio social y la ideología revolucionaria. La articulación de los religiosos con el movimiento revolucionario de Guatemala fue una relación dialéctica, un ir y venir entre ambos procesos. Su encuentro fue un paso lógico; una coincidencia histórica posibilitada, por un lado, por el cambio en la visión de los religiosos y, por otro, debido a la transformación de los revolucionarios, pues ambos sectores aprendieron a mirar al otro con respeto y a construir juntos.

Los jesuitas fueron un factor más en el desarrollo político de las comunidades, como acompañantes en su proceso y algunas veces como guías. Es necesario estudiar su historia para lograr vislumbrar cómo se dio esta interacción entre religión y política y así terminar con tantos mitos que existen en torno a este periodo de la historia guatemalteca. Lo anterior se opone a la interpretación de algunos estudiosos —como David Stoll (1999) e Yvon Le Bot (1995)— que han afirmado que el proyecto de los religiosos —entre ellos los jesuitas de la zona 5— era concientizar a la población para que formara parte de un proyecto político que culminaría en la opción armada. Sin duda, los religiosos aportaron sus herramientas cognitivas, fortalecieron organizaciones y acompañaron a las comunidades, pero no puede afirmarse que lo hicieron para reclutar gente para la guerrilla o que éste fuera su principio rector. En todo caso, fue la guerrilla la que vio en los religiosos un potencial para la lucha. Sin embargo, tampoco puede tildárseles de inocentes o manipulables: cada una de las partes actuaron con plena conciencia y movidos por una profunda convicción de esperanza en una vida mejor.

Fue el gobierno guatemalteco el que cerró los espacios para la expresión política y criminalizó toda experiencia organizativa, aun cuando fuera de carácter desarrollista. Esta represión del Estado contribuyó a que la población se decidiera a tomar la vía de las armas. Un proceso similar fue seguido por algunos religiosos que optaron por el camino de la insurgencia porque vieron que todas las otras vías se cancelaban y atestiguaron con dolor el asesinato de muchos hermanos sacerdotes, religiosas y catequistas, así como de poblaciones enteras. Llegó un momento en la Guatemala de la guerra que resultaba peligroso que te encontraran con una Biblia; es lógico, en este contexto, que apareciera entonces la parábola del pueblo perseguido.

Como otras iniciativas forjadas en el tiempo de la guerra, el CIAS cerró sus puertas ante la violencia política. Sus miembros se disgregaron y fueron sembrando semillas tanto en Guatemala como en otros países; su legado puede rastrearse en universidades, organizaciones sociales, proyectos de educación popular y centros teológicos de Centroamérica y México.

Fernando Hoyos murió en la lucha, pero su legado ha mantenido unidos a grupos de solidaridad desde su natal Galicia hasta Guatemala. Enrique Corral formó parte del EGP hasta la firma de la paz, después de lo cual formó en 1997 la Fundación Guillermo Toriello para la integración de los combatientes a la vida civil; desde esta iniciativa, trabajó por más de veinte años en temas de memoria histórica, desarrollo local y defensa territorial; falleció de cáncer en 2018. Luis Eduardo Pellecer, quien abandonó la lucha social forzado por el ejército y quien, podríamos decir, utilizó los recursos que tenía como sacerdote en favor de los militares, murió en 2020 a causa de la COVID-19. Sobrevive Ricardo Falla, quien se mantiene firme en sus tareas como sacerdote cercano a la gente y se ha dedicado en los últimos años a trabajar en una compilación sobre su extensa obra, la cual nos quedará como un invaluable legado.

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Weber, M. (2010). Sociología de la religión. Colofón.

 

 

 


1 El presente artículo se sitúa dentro del marco del proyecto posdoctoral “Sociología de la esperanza: aportes teóricos y estudios de caso” que se desarrolla en la Universidad Iberoamericana bajo la dirección del Dr. Manolo Vela Castañeda.

2 Caracterizado por las guerrillas de corte militarista, las cuales seguían la estrategia del foco guerrillero. Los principales exponentes de este periodo fueron el Movimiento 13 de noviembre (MR-13), el Movimiento 20 de octubre, el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) y las primeras Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). Estos grupos fueron golpeados duramente por la represión, lo que los obligó a retroceder.

3 Tras un tiempo de repliegue, el movimiento revolucionario volvió a emerger en la década de los setenta y se replanteó sus estrategias. El PGT se mantuvo vigente trabajando sobre todo en el área urbana, mientras que el FAR, tras atravesar procesos internos de escisiones y transformaciones, cambió su nombre de Fuerzas Armadas Rebeldes a Revolucionarias y modificó su estrategia de lucha pasando del foco guerrillero a la incorporación campesina. De las rupturas internas emergen otras organizaciones, entre las que destacan la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) y el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). Este último desarrolló la estrategia de guerra popular prolongada, lo que lo hizo estar muy cercano a las poblaciones; es en este grupo en donde observamos mayor presencia de los jesuitas. Hacia 1979 surge, además, el Movimiento Revolucionario del Pueblo Ixim, que se reivindica como una guerrilla indígena.

4 Entiendo por emergencia política la consolidación organizativa de un sector social, con demandas y estrategias específicas, que opera con autodeterminación; lo cual, como señala Ranabir Samaddar (2009) “es resultado de una determinada coyuntura de circunstancias conflictivas. Situaciones que crean posiciones” (p. XIV).

5 El teólogo brasileño Hugo Assmann fue uno de los precursores de la teología de la liberación, sobre la que reflexionó ampliamente; tejió, además, importantes discusiones con el marxismo y con la realidad que le tocó vivir. Entre sus obras destacan Teología desde la praxis de la liberación (1973) y Sobre la religión: Friedrich Engels, Karl Marx(1979).

6 Gustavo Gutiérrez, teólogo peruano, fue el primero en sistematizar los postulados de la teología de la liberación en un libro que lleva ese mismo nombre, publicado en 1971. 

7 Destaca su obra Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante (1984), en donde sistematizó algunos de los postulados de la teología de la liberación. Este libro le valió la condena de la institución, que lo sentenció a un año de silencio; sin embargo, Leonardo Boff se mantuvo activo, siendo un autor muy prolífico.

8 Rubem Alves, en su libro Cristianismo: ¿opio o liberación? (1973), adapta a la realidad latinoamericana la teología de la esperanza de Jürgen Moltmann, quien en su texto Teología de la esperanza (1969) plantea que lo central de la revelación está en el futuro, en la segunda venida de Cristo, pero que la salvación está en el mundo presente, ya que la construcción del Reino de Dios iniciará si se cumplen las promesas mesiánicas de amor, justicia y paz en este mundo. Alves, teólogo brasileño, denuncia la opresión de los pobres de América Latina, en contraposición con la riqueza europea, al tiempo que realza el ideal de un hombre nuevo que se mueva por la esperanza y el amor.

9 Gustavo Gutiérrez, teólogo peruano, publicó el libro Teología de la liberación (1971), en el que se sistematizan los principios teológicos de esta corriente; junto a él destacan Hugo Assmann e Ignacio Ellacuría, quien tuvo una gran influencia sobre los sacerdotes centroamericanos, entre ellos los miembros del CIAS.

10  La encíclica Populorum Progressio, “Sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos”, se centra en el tercer mundo; es una fuerte crítica al sistema económico en su estructura más profunda: la propiedad privada (Vaticano, 1967).

11 Michael Löwy (1999) plantea el uso del término “cristianismo liberacionista” para referirse a todo el movimiento generado en torno a una concepción distinta de la fe cristiana que va más allá de la teología de la liberación y que implicó a religiosos, laicos, jóvenes, campesinos, obreros cristianos, comunidades eclesiales de base, clubes femeninos, asociaciones vecinales, sindicatos, etcétera, quienes, sin constituirse como unidad, funcionaron como una trama que convocaba a diferentes grupos en torno a planteamientos comunes. Considero que es una conceptualización muy acertada en tanto que visibiliza el complejo entramado que se tejió en la relación entre la fe y la política; sin embargo, debe usarse con cuidado en el contexto guatemalteco pues el término “liberacionista” está asociado al grupo paramilitar llamado Movimiento de Liberación Nacional.

12 Para 1967, había en el país 145 cooperativas rurales con una participación de 27 mil personas, según datos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) (1999). A ellas se sumaban las cooperativas en los departamentos de Chimaltenango, Quiché y la costa sur.

13 Sus reivindicaciones giraban en torno a la defensa de los derechos laborales, los trámites por disputas de tierras, proyectos de beneficio colectivo (puentes, carreteras, escuelas, agua potable) o bien contra el trabajo forzoso. En algunas ocasiones, estas demandas locales se fueron ligando a reivindicaciones de carácter nacional como un proceso natural de politización. Las ligas campesinas se fundamentaban en el Código del Trabajo (Congreso de la República y Ministerio de Economía y Trabajo, 1947), aprobado bajo el gobierno de Arévalo, que permitía la creación de organizaciones de pequeños propietarios.

14 Respecto a este tema, refiero los trabajos de Morna Macleod (2011), Santiago Bastos y Manuela Camus (2006), así como el artículo de mi autoría “La emergencia política de las organizaciones de mujeres indígenas en Guatemala” (Villa Avendaño, 2021).

15 La Universidad Católica de Lovaina fue un espacio de confluencia para varios religiosos latinoamericanos, como Camilo Torres y Gustavo Gutiérrez.

16 Vale la pena hacer esta advertencia pues algunos religiosos quedaron excluidos de esta recopilación por haber tomado la decisión de unirse a las guerrillas: “Esta lista de Sacerdotes, catequistas, animadores de la fe, delegados de la Palabra de Dios y miembros de la Acción Católica, junto con una religiosa, son los nombres de aquellas personas que, después de un serio discernimiento, hemos juzgado que su testimonio de fidelidad es inequívoco” (Conferencia Episcopal de Guatemala, 2007, p. 409). 

17 Hoyos hace la denuncia en la revista Diálogo, en donde habla del incremento de la represión hacia el movimiento social en general y, en particular, hacia los religiosos, los agentes de pastoral, los miembros de Acción Católica, el padre Guillermo Woods y la intimidación al propio Monseñor Gerardi en el Quiché (Hoyos de Asig, 1997, pp. 177-184).

18 No esta demás recordar que, por aquellos años, un secuestro por parte de las fuerzas militares significaba la desaparición de los militantes, quienes eran sometidos a torturas y, en muchos casos, eran asesinados.

19 Monseñor Romero, quien es un referente de la iglesia crítica en Latinoamérica, se había mantenido relativamente al margen de la corriente progresista de la iglesia, pero tras el asesinato del P. Rutilio Grande, comenzó a radicalizar sus posturas y a criticar al gobierno: denunció las atrocidades cometidas a través de sus sermones, lo que ocasionó el descontento del gobierno y terminó en su asesinato durante misa, en 1980.

20 Tanto las publicaciones de los grupos insurgentes como los folletos del ejército pueden encontrarse en el Archivo Histórico del Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica. 

21 Este análisis sobre la figura del héroe mártir en la ideología revolucionaria lo desarrollé en coautoría con la Mtra. Alejandra Galicia en la ponencia “La figura del héroe en el movimiento revolucionario centroamericano: Los casos de la Nicaragua sandinista y la guerrilla guatemalteca” (Villa Avendaño y Galicia, 2018).

22  Su hermana María del Pilar Hoyos ha reconstruido la secuencia de los hechos gracias a los informes Guatemala: Nunca más (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, 1998) y Guatemala, memoria del silencio (Comisión de Esclarecimiento Histórico, 1999), así como a una minuciosa recopilación de testimonios de compañeros de militancia de Fernando, algunos de los cuales estaban presentes durante la emboscada. La reconstrucción puede leerse en el libro En la memoria del pueblo: Homenaje a Fernando Hoyos (Hoyos de Asig, Blanco Carballo y Corral, 2008, pp. 118 -127).

23 Marcos era el sobrenombre de Pellecer, como se anotó antes.

24 Para profundizar en este trabajo, refiero el trabajo de Juan Carlos Vázquez (2019).

25  Sobre las implicaciones psicosociales de la tortura, refiero el texto del Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (2012).

26 El caso Molina Theissen se llevó a cabo por la desaparición de Marcos Molina Theissen, quien, a la edad de 14 años, fue secuestrado de su casa por agentes militares. Su familia pertenecía al movimiento revolucionario; su hermana había sido detenida unos días antes: fue llevada a un centro de detención, fue torturada y violada, pero logró escapar. El caso fue presentado en la Corte Interamericana de Derechos Humanos; se logró un reconocimiento parcial de la responsabilidad del Estado. Dentro de Guatemala, fue juzgado ante el Tribunal del Mayor Riego C., quien condenó a cuatro de los cinco militares de alto rango. Este caso es paradigmático por varias razones; entre ellas, el partir del reconocimiento de la participación activa en una organización revolucionaria y, por supuesto, el haber logrado una sentencia favorable. 

27 Su testimonio puede leerse en Dirección de los Archivos de la Paz (2011), así como en Véliz Estrada y Medrano (2021).

28 Es interesante mirar de manera paralela el caso de El Hombre Lobo, que fue el otro personaje que tras la detención realizó más delaciones. Sobre él también plantean sus compañeros y compañeras de militancia que habían notado un cambio antes y que existían rupturas previas, es decir, que el sentimiento de pertenencia estaba ya resquebrajado. No es menester de este artículo indagar en los procesos psicológicos de la tortura, pero me interesa dejarlo aquí anotado como una cuestión a explorar; refiero en este sentido el trabajo de Elizabeth Osorio Bobadilla (Comunicación personal, 11 de noviembre de 2017).

29 La autodefensa fue una estrategia de las comunidades para resistir a los embates del ejército en la montaña. 

30 En el New York Times pueden rastrearse una serie de artículos escritos por el periodista Alan Riding en 1980, en los cuales dio cuenta, de manera puntual, de lo que estaba sucediendo en Guatemala. 

31 Las Comunidades de Población en Resistencia fueron población civil no combatiente; se organizaron para sobrevivir en las selvas y montañas guatemaltecas, en donde se refugiaron de la violencia militar que arrasaba con poblaciones enteras.

32 Concepto acuñado por Carlos Lenkersdorf (2005); se refiere a la idea de colectividad que prima en el mundo tojolabal como principio organizador de la vida: el mundo se teje a partir del nosotros y no del yo. En este sentido, implica una identidad del ser a partir de la pertenencia a la colectividad.

* Posdoctorante en el Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Co-coordinadora del grupo de investigación “Memorias y corporeidad rumbo a procesos emancipatorios” de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Integrante de la Red de investigadores adjuntos al Departamento Ecuménico de Investigaciones (Costa Rica). Entre sus publicaciones destacan los capítulos “Debates en torno a la construcción de la memoria histórica del conflicto armado interno de Guatemala” (Secretaría de Cultura, INAH, 2020) y “El testimonio en la reconstrucción histórica de la guerra contrainsurgente de Guatemala desde la perspectiva de la esperanza” (UNAM, 2018). Sus principales líneas de investigación son: memoria histórica, conflicto y posconflicto en Guatemala, procesos de transición en América Latina, luchas emancipatorias y resistencia, sociología de la esperanza, teología de la liberación e historia contemporánea de las mujeres.

 

 

Villa, A. (2022). Semillas de esperanza: participación de los jesuitas del CIAS en la guerra interna de Guatemala. Iberoforum, Revista de Ciencias Sociales, Nueva Época, 2(2), 1-47, Artículos, e000175.
https://doi.org/10.48102/if.2022.v2.n2.175
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